El naturalista y escritor Antonio Sandoval Rey nos explica el origen de la palabra grifo, que hace referencia al ser mitológico mitad león y mitad águila, que adornaba las fuentes de agua en la antigua Roma. Una interesante curiosidad léxica llena de curiosidades históricas y culturales
E scribo a la luz de la luna llena. Con uno de los lápices negros de la colección que ha creado la editorial Acantilado. El nombre “Safo” está inscrito en diminutas letras doradas en uno de sus seis lados. Bajo él, dorada también, una espigada silueta humana se arroja eternamente hacia una zambullida que no llega. “Desde Creta, ven, Afrodita, aquí / a este templo sagrado, / donde en este bello bosque de manzanos / el incienso humea ya en los altares; / suena el agua fresca entre los manzanos / y las rosas dan su sombra, / y un profundo sueño baja / de sus trémulas hojas…”. Así escribió Safo y esta noche, 2.600 años después, lo anoto yo en este cuaderno, de páginas que a esta luz parecen plateadas.
Me ha despertado una pesadilla extraña, que apenas recuerdo ya. Me ha desvelado la absurda necesidad de interpretarla. Con cuidado de no despertar a la familia, he venido a la cocina para servirme un vaso de agua. La luna ya estaba aquí. Y el cuaderno y el lápiz, desde ayer. Antes de acostarme, tomé unas notas que en ese instante parecían impostergables. He cogido un vaso de cristal, he abierto el grifo, me he servido agua y mientras he bebido (tragando varias veces seguidas, como si pronunciara hacia dentro un conjuro líquido), he creído ver pasar ante la luna una silueta inconfundible: cuadrúpeda, de grandes alas y fuerte pico.


La luna, según relata la teoría del gran impacto, fue creada hace 4.533 millones de años por el choque entre el protoplaneta Tea (nombre de la madre de la diosa lunar Selene, como bien sabía Safo) y lo que entonces era la Tierra; y después modelada en forma de esfera, igual que nuestro hogar, por el bombardeo de infinidad de cuerpos celestes. Desde esa atalaya suya, gobierna hoy en gran medida las aguas de este planeta: sus mareas.
En el siglo XVIII se adquirió en España la costumbre de denominar “grifo” a lo que hasta entonces había sido “canilla”
Junto a mí, el vaso de agua parece asentir. Lo levanto hasta la altura de mis ojos para que el fulgor lunar riele en su superficie. Y pasa entonces por ese cabrilleo el mismo grifo de antes. Solo que en la dirección opuesta, como si regresara de un recado nocturno. Me apuro a describirlo, no me vaya a suceder como con la pesadilla: cabeza de águila con afiladas orejas emplumadas, alas enormes y tan doradas como las inscripciones de este lápiz; feroces garras rapaces en sus patas anteriores; y en su cuarto posterior, un cuerpo de león rematado en una gruesa cola igual de felina.
En la antigua Roma, en el tiempo en que Afrodita pasó a llamarse Venus, se puso de moda decorar las bocas de fuentes y surtidores con pequeñas representaciones de grifos. Con el tiempo, en buena parte del imperio todo chorrito que surgiera de un caño y que pudiera detenerse con un paso, por humilde que fuera, pasó a denominarse con ese nombre.
Muchos siglos después, en el siglo XVIII, se adquirió aquí en España la costumbre de denominar precisamente “grifo” a lo que hasta entonces había sido “canilla”: una llave para regular el flujo del agua. Un sistema que, por otro lado, apenas había cambiado desde los tiempos de Augusto. Fue en el año 1800 cuando el británico Thomas Gyll dio con su definitiva mejora: el grifo de rosca (allí lo llaman “tap”, a secas): su llave, al ser girada, presionaba una arandela de goma; esta, a su vez, lo hacía sobre una pieza que impedía el flujo del agua. Con pocos cambios (o muchos, si se consulta un catálogo de grifería: monomando o bimando, termostático, temporizado…), así sigue hoy funcionando el mecanismo.
Brindo por Thomas Gyll y echo otro trago. “Desde Creta, ven, Afrodita, aquí / a este templo sagrado…”. Cuenta el mito que a Afrodita le encantaba bañarse en cierta fuente de Beocia, llamada Acidalia, en la que también buscaban refresco durante los días de calor las tres Gracias; quienes, como también sabía Safo, eran habituales compañeras de la primera, nacida de la espuma del mar. “Y, por tanto, en cierto modo, también de las mareas”, me parece escuchar a la luna. Pero la luna, con tanta edad como tiene, puede estarse refiriendo, claro está, a cualquier tipo de marea… Incluidas, me atrevo a suponer, las de las cosmovisiones, las conciencias colectivas o el imaginario social.


Mucho antes de que Safo escribiera aquellos y otros versos, que han perdurado mucho más que tantos templos e ideas; casi un milenio antes, solo que no en Lesbos, sino en la orilla opuesta del Egeo, en el Peloponeso, fue enterrado un guerrero. Ignoramos su nombre. Pero sabemos mucho de él. Rodeado por un enorme ajuar, descansó 3.450 años bajo su pozo funerario en Pilos, no lejos del palacio de Néstor (“Fui a Pilos y Néstor, el pastor del pueblo, me recibió en su casa elevada y me dio una cálida bienvenida, como un padre lo haría con su propio hijo”, relata Telémaco en la Odisea) hasta que, en 2015, fue hallado por un equipo de arqueólogos.
Los más de 3.500 artículos de todo tipo que le acompañaron todo ese tiempo vienen alumbrando desde entonces una nueva idea de aquellos tiempos. Unos tiempos de mezcla de culturas (la minoica y la micénica, en este caso), y no, como se creía hasta ahora, de culturas enfrentadas. Y en los que, como de una nueva fuente de la historia, comenzaba a brotar un manantial que llegaría a transformarse en esa desmedida inundación que hoy conocemos como “Civilización occidental”. Sobre el cuerpo de ese guerrero reposaba una placa de marfil decorada con un grifo. Con las alas extendidas, parece a punto de echar a volar.
Vuelvo la vista desde este cuaderno hacia la luna. Aguardo. No pasa ninguna otra silueta. Debo estar ya demasiado espabilado. Echo otro trago, que vacía mi vaso. Los más antiguos retratos de seres parecidos a grifos que se conocen provienen de la antigua Persia y del antiguo Egipto, y están datados en más de 5.000 años.
Desde entonces, y hasta hoy, estas criaturas mitológicas no han dejado de reproducirse en sellos, frescos, mosaicos, fachadas, escudos, libros, películas o videojuegos. Han sido protectores de tesoros, símbolos de Jesús, emblemas de repúblicas o logotipos de marcas de automóviles. Se dice que, en su origen, fueron dinosaurios: hay quien sostiene que son fruto del hallazgo de fósiles en Asia central y hace milenios, por parte de nómadas escitas buscadores de oro. Que esos fósiles serían de Protoceratops y otras criaturas similares que vivieron en el Campaniense. Es decir, hace entre 72 y 83 millones de años.
“…Suena el agua fresca entre los manzanos / y las rosas dan su sombra, / y un profundo sueño baja / de sus trémulas hojas…”. Pero, ¿qué hora será ya? ¿Demasiado tarde, o demasiado temprano? Mi organismo protesta ante tanto vértigo espacio-temporal. Mientras he estado aquí sentado, la luna ha recorrido un tramo de la bóveda celeste más largo de lo que yo suponía. La sombra de este lápiz es ahora más oblicua que al comenzar a escribir todo esto. La dorada figura humana que sobre su fondo oscuro se arroja sin cesar a las aguas, y que nunca acaba por zambullirse, se me antoja de repente huérfana de mareas… Me levanto, cojo mi vaso, abro el grifo, lo lleno, bebo unos pocos tragos más y regreso a mi almohada.
