Islas de estaño - EL ÁGORA DIARIO

Islas de estaño

Por Fernando Fueyo y Bernabé Moya

Esta semana disfrutamos de una nueva entrega de la serie Del natural. El botánico Bernabé Moya nos lleva de viaje por la historia de la navegación por el ‘Gran Mar’ y la asombrosa aventura del geógrafo Piteas, mientras que una delicada ilustración del naturalista Fernando Fueyo nos transporta a islas Casitérides en busca de estaño

“Incambiable excepto al juego de tus salvajes olas; 

el tiempo no traza arrugas en tu frente azul;

ruedas hoy tal como te vio el alba de la creación».

George Gordon Byron (1788 – 1824)

Los geógrafos, marinos, comerciantes y pescadores de la antigüedad llamaron “Gran Mar” a la masa de agua situada “en medio de las tierras conocidas”. El mar Mediterráneo les resultaba un mar interior bastante accesible, delimitado por un sinfín de costas e islas de tres continentes: Asia África y Europa. Todo aquel mundo “conocido” estaba rodeado exteriormente por otras aguas, mucho más extensas, inabarcables e ignotas a las que llamaron la “mar Océana”. Los más avezados navegantes de la época podían ir costeando de una isla a otra, de una playa a otra propiciando todo tipo de intercambios. Aquellas aguas intermedias verían florecer en sus orillas las más diversas y avanzadas civilizaciones y culturas: egipcia, minoica, micénica, fenicia, griega, cartaginesa, etrusca, tartesia, romana, bizantina, árabe…

‘Islas de Estaño’. Obra de Fernando Fueyo.

Durante siglos los navegantes del “Gran Mar” no tuvieron necesidad de alejarse mucho de aquellas aguas seguras, pero se les acabarían quedando pequeñas. Aguerridos exploradores e intrépidos aventureros, movidos por la curiosidad y los negocios, no dudaron en enfilar la proa de sus frágiles embarcaciones más allá de las columnas de Hércules. Fuera les esperaba una vasta extensión de agua bastante más agitada, y algunas islas dispersas en las que podían obtener valiosas riquezas en forma de especias, productos exóticos y preciados metales con los que elaborar joyas, herramientas y armas. Pero aquellos paraísos de ensueño no dejaban de ser más que diminutas gotas de tierra perdidas en un océano inabarcable, cuya realidad resultaba completamente ajena a un mundo que giraba en torno al mare Nostrum, que era como solían llamarlo los romanos.

Durante la segunda etapa tecnológica de la prehistoria, la Edad de los Metales, el interés por los yacimientos metalíferos se disparó, dada la ventaja que obtenían aquellos pueblos que podían disponer de objetos de metal fundido. Una de las primeras fuentes en ser identificada en plena naturaleza de la que abastecerse de metales fueron las vetas de cobre. Los minerales que lo contenían resultaban fáciles de reconocer, bien fuera la malaquita, la calcopirita o la casiterita, al presentar tonos amarillos brillantes, grises metálicos, verdes diamantinos o de azul de Prusia.

Cobre oxidado en las paredes de una mina. | Dmitry Chulov

Tras extraer el mineral de cobre del criadero había que triturarlo y mezclarlo con carbón vegetal, para pasarlo a continuación a calentar en un arcaico horno de fundición que debía alcanzar una temperatura de unos mil grados. Lo que ocasiona que el cobre contenido en las rocas, relativamente puro, se funda, licue y separe, quedando listo para poder ser moldeado. Ciertamente fue el primer metal que se usó en grandes cantidades, pero el cobre puro tenía una limitación: se desgastaba y fracturaba con cierta facilidad, por lo que resultaba poco adecuado para fabricar herramientas duras y resistentes.

Con el paso del tiempo pudieron comprobar que no todo el cobre que obtenían poseía las mismas propiedades. Se percataron que el de algunos yacimientos mineros resultaba de una dureza mayor. La razón era simple: el mineral de cobre aparecía mezclado con otras sustancias e impurezas, y tras ser sometido a aquellos primeros y rudimentarios procesos metalúrgicos se combinaban entre ellos dando lugar a una mezcla de metales, es decir a una aleación.

Siguiendo la metodología de ensayo y error, aprendieron que mezclando cobre y estaño podían obtener un nuevo metal: el bronce. Este metal era mucho más resistente que el cobre, incluso podía competir en dureza con la piedra, presentaba un filo cortante y duradero, y tenía la ventaja de que se podía volver a fundir, y por lo tanto a usar. La demanda de estaño se disparó en el Mediterráneo, las herramientas, utensilios y armas de bronce resultaron ser muy efectivas.

Herramientas domésticas de la Edad de Bronce. | Stanislav Khokholkov

En la guerra de Troya, recogida en la obra de Homero, la Ilíada, aqueos y troyanos se enfrentaron provistos de armaduras, escudos, espadas y lanzas bien afiladas y brillantes, elaboradas con bronce. Y también el Coloso de Rodas, la descomunal estatua levantada en honor al dios griego Helios, que presidía el puerto marítimo de la ciudad estaba elaborada con destellantes placas de dicho metal.

El estaño se había convertido en un mineral estratégico y su comercio jugó un papel trascendental en el desarrollo y devenir de los pueblos en los tiempos antiguos. La mayor dificultad para obtener bronce en grandes cantidades es que hace falta bastante estaño. Este es un metal relativamente escaso en la corteza terrestre, y desde luego poco abundante en la cuenca mediterránea.

Agotados los escasos yacimientos locales, aquellos primeros pueblos mineros tuvieron que hacerse a la mar en busca de minerales. Quien pudiera localizar y explotar las minas de estaño y controlar su comercio por mar dispondría de una posición dominante en el “Gran Mar”. Los mejores navegantes del Mediterráneo se lanzaron a su búsqueda por todos los mares y tierras conocidas, y aún por las desconocidas. Localizaron algunos yacimientos en la Toscana italiana, pero lo encontraron de forma más abundante en el sur de la península Ibérica, en la Bretaña francesa y, sobre todo, en las islas Casitérides, un punto ignoto y perdido en mitad de la temible mar Océana.

Tras dejar atrás las columnas de Hércules se podían seguir dos caminos. Uno en dirección sur, que les permitía seguir costeando y circunnavegar el continente africano hasta más allá de los confines de Arabia, lo que abría las puertas a la ruta de las especias por mar, camino que tomó el navegante cartaginés Hannón. Y los que se dirigieron al norte, bordeando la península Ibérica hasta alcanzar las costas noroccidentales europeas, ruta que siguió el explorador y comerciante cartaginés Himilcón, tal y como recoge Plinio el Viejo en la obra Historia Natural.

A las islas de estaño arribó Himilcón, siguiendo las rutas comerciales que tenían establecidas los tartesios desde el sur de la península Ibérica, según recogería en la obra, Ora Marítima, muchos siglos después, el poeta latino Rufo Festo Avieno: “También los tartesios acostumbraban a comerciar hasta los límites de las Estrímnidas (Casitérides). También colonos de Cartago y el pueblo establecido alrededor de las columnas de Hércules llegaban hasta estos mares”.

Ruinas de Cartago, Túnez.

Dado el interés estratégico del estaño, no es de extrañar que tanto unos como otros trataran de evitar por todos los medios que los pueblos rivales lo encontraran. Para ello se valieron, además de establecer un férreo control naval y militar en las columnas de Hércules, del arma más poderosa, ocultar su emplazamiento entre misterios insondables, peligros inimaginables y trágicas leyendas. Según el relato de Himilcón, era cierto que existían unas islas que acumulaban tesoros minerales de incalculable valor. Pero quedaban situadas en medio de un océano infinito, batidas por tormentas aterradoras, rodeadas de brumas fantasmales y mares de algas que impedían avanzar a los barcos.

Naturalmente, las codiciadas “Islas de Estaño” estaban ferozmente custodiadas por espantosos monstruos marinos de temibles fauces y ojos enfurecidos, que con sus poderosas colas eran capaces de hacer zozobrar a los frágiles navíos que osaran adentrarse en sus aguas, lanzando a los desvalidos marinos al mundo de los muertos de donde no podrían regresar jamás.

Esta era toda la información que disponía quien quisiera aventurarse en arribar a las islas Casitérides: ningún indicio geográfico, ningún nombre de la mar Océana en la que se encontraban, ninguna información sobre su posición en relación con los astros, ni referencia alguna a países vecinos. La única certeza que para los pobladores del “Mar del medio de la tierra” era que el preciado estaño llegaba de poniente.

«Piteas, un avezado marino y geógrafo griego, quiso poner a prueba aquellas supersticiones, y también su suerte, lanzándose a la búsqueda de la ruta del estaño»

A finales del siglo IV a. de C., Piteas, un avezado marino y geógrafo griego, nacido en la colonia griega de Masilia, la actual Marsella, quiso poner a prueba aquellas supersticiones, y también su suerte, lanzándose a la búsqueda de la ruta del estaño. Consiguió sortear el control establecido en las columnas de Hércules por los cartagineses, internarse en el océano Atlántico, superar el Promontorio Sagrado -el Cabo de San Vicente-, y tomar el camino del norte abordo de una o dos frágiles naves de bajo calado movidas a vela y remo, las usadas en la época para costear por el mar Mediterráneo. Pero Piteas no es un navegante más, goza de sólidos conocimientos en geografía, astronomía y navegación, y de un “rudimentario” instrumental que le va a permitir ir levantando mapas de los territorios explorados.

Piteas costea y cartografía la península Ibérica, lo que le lleva a ser el primero en describirla como una península, y dejar testimonio escrito de la palabra “Hispania” con la que denominarla.  Continúa navegando hacia el norte hasta dar con los principales centros de explotación y comercialización del estaño en el norte de Europa, como la isla de Saint-Michel en Francia y el condado de Cornualles en el Sur de Inglaterra, es decir con las codiciadas “Islas de Estaño”. Le sorprende que estos últimos sean muy cordiales y estén dispuestos a comerciar amablemente con extranjeros desconocidos. Y tras conseguir el éxito comercial de su empresa decide aventurarse un poco más allá.

Acantilado en la condado de Cornualles, Reino Unido. | De Paul J. Martin

Da comienzo una de las aventuras más impresionantes de la historia de la navegación y de las exploraciones llevadas a cabo por la humanidad. En su camino hacia el norte, se interna entre brumas fantasmales y heladas hasta darse de bruces con impresionantes moles de hielo que vagan a la deriva, ha descubierto los enigmáticos témpanos e icebergs que surcan la mar Océana. Los pobladores de aquellas remotas islas le advierten que, si continúa más allá, quedará atrapado entre el hielo marino, la banquisa, que ellos llaman el mar sólido.

Descubre por primera vez, a los ojos de un mediterráneo, las tierras en las que nunca se pone el sol, ya que el astro rey se niega a ocultarse tras el horizonte, el sol de media noche. Se enfrenta a un fenómeno prácticamente desconocido para quienes únicamente navegan por el “Gran Mar”, las subidas y bajadas del nivel del mar, es decir las mareas, cuyo movimiento atribuye muy acertadamente a las fases lunares. Calcula con bastante precisión la posición geográfica del Polo Norte, y también la de su ciudad natal. Y describe cómo en la más profunda oscuridad de la noche ártica los cielos se cubren de centellantes resplandores de tonos azules, verdes, amarillos, rojos, púrpuras y violetas, asiste en primera fila al fastuoso espectáculo de las auroras boreales. Tras quedar deslumbrado ante tales maravillas de la naturaleza decide poner rumbo sur.

A su vuelta a Marsella, Piteas se hizo rico con su cargamento y escribió la obra Sobre el Océano en la que narra sus descubrimientos, aventuras y sorprendentes observaciones. Describió sucesos tan “extraños” que pocos le creyeron. Y aunque ninguno de los escritos de Piteas se ha conservado íntegro, lo que si ha llegado hasta nuestros días fue la polémica que suscitaron entre los sabios: Polibio, Artemidoro de Éfeso y Estrabón no los creyeron, mientras Hiparco, Eratóstenes y Posidonio los defendieron.


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