Julián H. Miranda nos acerca en esta ocasión al trabajo Johannes Vermeer (octubre de 1632-diciembre de 1675), uno de los mayores pintores de todos los tiempos. A pesar de la escasa producción que ha llegado de él a nuestros días, Miranda explica que es más que suficiente para comprender el potencial del artista a la hora de reflejar en sus cuadros los paisajes urbanos y de interior, en los que jugaba con la iluminación en los edificios y el agua, así como su pasión por contar historias en ellos
Delft es una ciudad meridional holandesa con casi ocho siglos de historia, a medio camino entre La Haya y Rotterdam, surcada por numerosos canales y que tuvo un período de florecimiento durante gran parte del siglo XVII, la Edad de Oro de los Países Bajos. Varios han sido sus prohombres a lo largo de la historia: Guillermo de Orange, que está enterrado allí; Anton van Leeuwenhoek, uno de los padres de la microbiología; y Johannes Vermeer (octubre de 1632-diciembre de 1675), conocido como la esfinge de Delft.
Johannes Vermeer sido uno de los mayores pintores de todos los tiempos, a pesar de la corta producción que nos ha llegado hasta nosotros, poco más de una treintena de cuadros, hoy diseminados por los museos más prestigiosos del mundo como el MET de Nueva York, la National Gallery de Washington, el Maurithuis de La Haya, el Rijksmuseum de Ámsterdam, el Museo du Louvre, la National Gallery de Londres, y los museos de Berlín, Dresde y Frankfurt, entre otros.
A lo largo de poco más de dos décadas pintó por encargo para mecenas. Sus primeras obras fueron de tema histórico, pero donde alcanzó su prestigio en la historia del arte fue en las escenas de género de interior, muy potentes por lo que cuentan o insinúan, y el magisterio que demostró en el uso y tratamiento de la luz, generalmente tamizada de izquierda a derecha, hasta dotar a sus personajes de un halo de misterio.
Fuera de ese tono costumbrista pintó como rara avis dos vistas exteriores: Callejuela de Delft, 1657; y sobre todo, Vista de Delft, 1660-1661, adquirido en 1822 por 2.900 florines por Guillermo I, en una subasta en Ámsterdam para el Maurithuis, y considerado hoy uno de los paisajes urbanos más bellos del mundo por la armonía y atmósfera conseguida por el maestro de Delft en esos reflejos del agua de las casas y los barcos anclados en el puerto de esa ciudad.
El periodista y político francés Thouré investigó sobre ella a mediados del siglo XIX por la fascinación que le produjo su contemplación y varios años después publicó dicho estudio en una revista francesa de la época, donde entre otras cosas escribió: “El estallido de la luz, la intensidad del color, la solidez de las veladuras en algunas partes, el efecto muy real y sin embargo muy original tienen también algo de Rembrandt”.
Recientemente tuvimos la oportunidad de admirar en la exposición Miradas afines, organizada por el Museo del Prado y el Rijksmuseum, una secuencia de obras maestras del Siglo de Oro holandés y español, comparándose Vista del jardín de la Villa Médici de Velázquez con Vista de casas en Delft (La callejuela) de Vermeer, dos prodigiosas composiciones que desprenden serenidad. En esta última pintura llama la atención su sentido de la profundidad cuando observamos a algunas mujeres en sus quehaceres cotidianos, marcadas por un sentido de la sobriedad en sus movimientos, acentuados por esa luz grisácea que sigue predominando en el cielo nuboso de los Países Bajos.


Además de ese paisaje colgaba El geógrafo, que quizá guardaba una pequeña evocación de Vermeer hacia van Leeuwenhoek, con ese hombre inclinado sobre la mesa mirando sus mapas, con las aguas de los océanos, y detrás de él libros y un globo terráqueo encima de un armario. Toda la esa escena está llena de simbolismo, pero también de dinamismo que desprende esa figura en acción: un humanista que busca a la vez lo terrenal y lo celeste.
El año pasado volví a reencontrarme con Vermeer en los dos grandes museos holandeses, que atesoran además de las citadas La callejuela y Vista de Delft otras cinco composiciones más: Diana y sus compañeras, La lechera, Lectora en azul, Joven con perla y La carta de amor.
Tanto en sus escenas de interior como en los dos retratos urbanos, a Vermeer le atraía modificar la realidad hasta conseguir reflejar algo nuevo y quizá eso donde mejor lo plasmó fue en la Vista de Delft porque en un paisaje de reducidas dimensiones, como casi todos los cuadros que pintó, supo captar algo monumental, amplio, hasta conseguir que hubiera un equilibrio entre esas nubes oscuras y claras, los planos del agua junto a otras nubes blancas y al fondo el plano de la ciudad en ese juego de luces, sombreados por las nubes oscuras con el sol que deslumbra hasta conseguir esa luz amarillenta tan característica del pintor holandés.


Vermeer siguió la estela de otros creadores anteriores que habían captado la horizontalidad de su ciudad natal, como Egbert van der Poel, Carel Fabritius o Daniel Vosmaer, entre otros, pero fue él quien innovó para convertir esa mirada sobre el puerto de la ciudad en algo armónico en un espacio abierto. Ahí late la intimidad de sus pinturas de interior, en un período de madurez donde el pintor nos va desvelando cómo eran las murallas de la ciudad, la tipografía de las casas holandesas de mediados del siglo XVII, el campanario de la Nieuwe Kerk, donde él fue bautizado, las puertas de Schiedam con su reloj o la de Rotterdam con esas dos torres gemelas, y esos barcos amarrados a ambas orillas.
Y cabría preguntarse qué hace tan original el punto de vista que comparte con nosotros: tal vez su capacidad para conocer la realidad de todos esos elementos y luego hacer una interpretación que modificaba volúmenes, modulando la luz y utilizando con sutileza el claroscuro, fundamentalmente en los reflejos del agua. No conviene olvidar que, en algunas otras obras del creador de Joven con perla, tal vez se apoyó en la cámara oscura hasta conferir una imagen de verosimilitud a la realidad transformada por el ojo del creador.


Esta composición de la ciudad de Vermeer, que nunca fue un pintor de paisajes ni de exteriores, llamó la atención de artistas y escritores en las primeras décadas del siglo XX, y entre ellos Marcel Proust que en 1921 contempló la Vista de Delft en una exposición del Jeu de Paume y quedó conmovido, llegando a calificar la obra como “el cuadro más bello del mundo”. Fue tan intensa su emoción que Proust llegó a incorporar su experiencia en su obra maestra: A la búsqueda del tiempo perdido, en el volumen titulado La prisionera.
En esa parte Proust, hizo una descripción elegante tomando como contexto la muerte de Bergotte, uno de sus personajes. Porque quizá como escribió el profesor Valeriano Bozal en su monografía Johannes Vermeer de Delft (TF editores), el autor de Los placeres y los días y el pintor tuvieran cierta afinidad: “Vermeer y Proust, se centran en la construcción de ese sujeto que mira, que observa y que, al mirar crea una realidad tan cambiante y fugaz como permanente”.
La distancia que tomó para captar la ciudad le hizo brindarnos una mirada diferente. Las figuras pequeñas en la parte inferior izquierda, poco desarrolladas, pero dotadas de un gran verismo y con un encuadre casi fotográfico que nunca olvida la intención de transformación. Su pulsión como pintor de historias nos muestra a esas dos mujeres conversando y muy cerca un pequeño grupo de ciudadanos que parecen ir a embarcar en una de las orillas del canal.
Qué virtuosismo poseía Vermeer al jugar con la luminosidad de la franja de tierra en contraste con las aguas del canal: una singular secuencia de luces y sombras en el agua. Supo conferir una gran plasticidad a la imagen en esa panorámica verosímil de los edificios y eso eleva nuestra mirada al horizonte, gracias a su magisterio con la luz.


