Los árboles se defienden del calor soltando hojas y ralentizando su actividad vegetativa. Por eso estos días muchas aceras cubiertas de hojas secas parecen más propias de noviembre que de agosto. El divulgador ambiental José Luis Gallego nos detalla esta curioso sistema de adaptación, que también utilizan algunos animales e incluso las personas
Son muchos los que se sorprenden estos días al volver a la ciudad y descubrir que los suelos y las aceras de los parques y las avenidas, los paseos y las calles arboladas aparecen forrados de hojas secas como si estuviéramos en pleno otoño, entendiendo que las altas temperaturas han provocado la muerte de los árboles. Pero no es así.
Las altas temperaturas no solo afectan a la salud de las personas, sino que también alteran los biorritmos de las plantas, y muy especialmente de los árboles, provocando reacciones de adaptación como el deshoje estival: un mecanismo de adaptación con el que logran sobrevivir a la canícula.
El árbol intenta compensar el estrés hídrico soltando hojas y limitando su actividad vegetativa
Según los expertos la respuesta a este curioso fenómeno se halla en los mismos efectos que el golpe de calor tiene para nuestro propio organismo. En el caso de los árboles ocurre que cuando las temperaturas aumentan de manera precipitada, la pérdida de hidratación por los poros de las hojas (a los que los botánicos denominan estomas) no logra compensar la absorción de agua a través de las raíces, y en consecuencia, se produce un estrés hídrico que el árbol intenta compensar soltando hoja y limitando tanto su actividad vegetativa como la circulación de la savia.
Cuando esto ocurre la caída estival de las hojas suele ser mucho más rápida que en otoño: en apenas unos días las grandes hojas de algunas especies especialmente sensibles a las altas temperaturas, como el plátano de sombra (Platanus x hispanica), pueden pasar del verde intenso al marrón tostado sin apenas transitar por el amarillo, cayendo al suelo y dejando a sus pies una alfombra de hojarasca más propia de noviembre que de agosto.
Lo mismo ocurre con algunos animales del bosque, como el lirón careto, que cuando se siente agobiado por el exceso de calor y no logra compensar la demanda constante de agua de su organismo decide recluirse en el fondo de su madriguera e iniciar un período de estiaje, que es como hibernar pero en pleno verano, hasta que refresque el ambiente.
De ese modo, los riñones reducen poco a poco su trabajo para retener la mayor parte de líquidos, el ritmo cardíaco desciende hasta convertirse en un lento palpitar apenas apreciable, la respiración se va acompasando hasta casi parar y el cerebro entra en fase de desconexión pasando a controlar tan solo las funciones más elementales.


El objetivo del árbol y el animal es el mismo y consiste en apretar la tecla de “stand-by” de sus funciones vitales y dejarse caer en un profundo sopor para ahorrarse el esfuerzo que supone mantenerse vivo mientras los termómetros se desploman por debajo de los cero grados o se elevan más allá de los cuarenta.
Se trata de un mecanismo de adaptación al medio semejante al que adoptan muchos seres humanos que en estos días, cuando el calor aprieta y les invade el sopor post-nutricional, no dudan en echarse a descansar un rato para reponer fuerzas y superar la modorra.
Es así como muchos pueden defender con un argumento científico su principal afición estival: la tradicional siesta estival en la casa de pueblo. Un placer perfectamente sostenible pues se lleva a cabo sin necesidad de aire acondicionado, mientras el calor del mediodía y las primeras horas de tarde se hace insoportable afuera. Y es que refugiados al frescor de las gruesas paredes de piedra forradas de su correspondiente capa de cal (exterior e interior), se mantiene una confortable temperatura por debajo de los treinta grados aunque afuera se lleguen a rondar los cincuenta.