El profesor Tamames inicia una serie de artículos dedicados a estudiar la evolución del desarrollo industrial en España. En esta primera entrega analiza las causas que llevaron a nuestro país a subir más tarde que otras naciones al tren de la transformación económica y productiva
Hace unos días terminamos de dar un repaso, en El Ágora, al sector agropecuario, con tres entregas primeras, seguidas de una última con un artículo del profesor Jaime Lamo de Espinosa, sobre el futuro del campo en España.
Hoy entramos en materia con un tema muy distinto, que es el desarrollo industrial, importante si se recuerda que por una serie de razones que veremos, estamos en un proceso de terciarización de la economía española, a lo largo del cual el peso relativo de la industria en el PIB disminuye; como había disminuido mucho antes el correspondiente al sector agrario.
Pero antes de tratar de los problemas fundamentales del desarrollo industrial, veremos, primeramente, cómo se inició en España el cambio de una sociedad estamental y gremial, a una nueva estructura preeminentemente industrial, condicionada por una serie de factores.
El retraso en la industrialización
Como puso de relieve A. Shadwell, la expresión «revolución industrial» no está bien elegida, puesto que una revolución es un acontecimiento más o menos corto, y lo que con tal denominación se conoce no fue un breve episodio, sino, por el contrario, un complejo y largo proceso histórico y económico, que tuvo su escenario originario principal en Inglaterra y, posteriormente, en otros países europeos en las últimas décadas del siglo XVIII y a lo largo del XIX[1].
“Espíritu de empresa, técnica, capital real, capital financiero y nivel de demanda son los cinco factores claves para el inicio de la industrialización”
En sentido general, la revolución industrial no fue, pues, sino el proceso de industrialización, y como tal, en fases históricas sucesivas, constituye una fase del desarrollo económico, no de un país concreto; sino de carácter general en todo el mundo. Con el progresivo avance por una serie de factores que, según su dimensión e intensidad, impulsan el proceso subsiguiente, según pasamos a ver.


Esos factores son identificables como cinco casos concretos de análisis: espíritu de empresa, técnica, capital real (conjunto de recursos productivos y energéticos), capital financiero (necesarios para movilizar los recursos reales y cubrir el fallo de algunos de los restantes factores), y nivel de demanda. Lo que configura un modelo explicativo y operativo, para apreciar la precocidad de determinados países en iniciar su industrialización, o la lentitud de su desarrollo en otros.


Examinaremos esos cinco factores, referidos a la España del largo período de finales del siglo XVIII y de los dos primeros tercios del XIX, y podremos comprobar cómo la escasez que nuestro país padecía de la mayoría de los factores citados explica el retraso con que se inició la expansión industrial. Y una vez examinadas tales premisas, veremos otros elementos del proceso, sobre todo el papel de la inversión extranjera; y desde 1892, cuando el apoyo al desarrollo industrial por el proteccionismo arancelario.
Mientras el espíritu de empresa, entendido en sentido muy amplio, estaba a fines del siglo XVIII enormemente desarrollado en naciones como Inglaterra y Holanda, en España parecía haber decaído extraordinariamente, después de las empresas de conquista, evangelización y explotación del Imperio a lo largo de los dos siglos anteriores.
En esa época, el genio español se manifestó en actividades militares y religiosas, muy impresionantes; pero mucho menos en la innovación económica, en gran medida por una política mercantilista, pero al tiempo abrumada por el exceso de importaciones que comportó la llegada de metales preciosos del Nuevo Mundo.
“Destacan algunos pioneros como el marqués de Sargadelos, constructor del primer horno alto de la siderurgia hispana, o como José Bonaplata, introductor del vapor en la industria textil”
El factor espíritu de empresa también pesó mucho. En los comienzos del siglo XIX fueron escasos hombres como Ibáñez, marqués de Sargadelos, constructor del primer horno alto de la siderurgia hispana, o como José Bonaplata, introductor del vapor en la industria textil; o como el marqués de Salamanca, promotor de empresas ferroviarias y de todo tipo. «De esa escasez —dice J. E. Casariego— no fue poca causa la incomprensión y la hostilidad con que tuvieron que luchar: ambiente de rutina y, sobre todo, de indiferencia, de esa tremenda indiferencia de la masa española ante el movimiento intelectual europeo-científico y técnico de los siglos XVIII y XIX».
Por otro lado, la intervención del Estado no alcanzó la importancia que Francia con el ministro Colbert de Luis XIV. Hubo fábricas reales de cañones, arsenales para barcos, fábricas de tejidos, de tapices, de cristal, etc. Pero no para pasar de un cierto grado de protoindustrialización como veremos.
El estado de la técnica
En cuanto al segundo de los factores citados, el estado de la técnica, en el siglo XIX –con tres guerras civiles y la pérdida de la América continental— nuestra situación no era más afortunada que para el primero. La técnica la podemos definir, con palabras de Ortega, como «la reforma que el hombre impone a la Naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades». Más concretamente: consiste en el conjunto de procedimientos y recursos de que se sirve la ciencia, porque la ciencia precede casi siempre a la técnica, y si nuestro desarrollo científico era escaso, necesariamente lo tenía que ser también el de la técnica.
“Hay una tremenda indiferencia de la masa española ante el movimiento intelectual europeo-científico y técnico de los siglos XVIII y XIX”
Al respecto, Santiago Ramón y Cajal (1920) afirmaba que «España es un país intelectualmente atrasado, no decadente, cuyo rendimiento científico se mantuvo siempre al mismo nivel… La imparcialidad obliga, empero, a confesar que, apreciado globalmente dicho rendimiento, ha sido pobre y discontinuo, mostrando con relación al resto de Europa un atraso y, sobre todo, una mezquindad teórica deplorable… Nuestra preponderancia en Europa fue meramente militar, y no cultural. Ciencia, industria, agricultura, comercio, todas las manifestaciones del espíritu y del trabajo, ya eran en la época de los Reyes Católicos y de Carlos V sumamente inferiores a las del resto de Europa».


En el siglo XIX, el nivel de la técnica y de la enseñanza en España era muy bajo. Las escuelas de ingeniería surgieron mediando la centuria, pero sus promociones eran muy reducidas; el país estaba sumido en una profunda ignorancia, como lo demuestra el hecho de que todavía en 1887 el 54,2% de los hombres y el 74,4% de las mujeres eran analfabetos. Existían minorías con cierta preparación, es cierto, pero tan reducidas, que frente a la masa de la población su influencia sobre la actividad productiva era escasa.
Capital real y capital financiero
Respecto al tercer factor, el capital real, nuestro país contaba con recursos nada despreciables, pero también las lagunas existentes eran importantes. A mediados del siglo XIX, los yacimientos de piritas ferrocobrizas, hierro, plomo, cinc y otros minerales habrían podido constituir bases muy notables para la industrialización.
Foto de RAMÓN Y CAJAL
La escasez de fuentes de energía fue, sin embargo, un fuerte obstáculo; prácticamente sólo se podía contar con el carbón asturiano, excéntricamente situado, de calidad mediocre, y más caro que el inglés.
Por otra parte, para aprovechar el capital real (recursos naturales), eran necesarios un mayor espíritu de empresa y un mejor desarrollo técnico, así como unas disponibilidades de capital financiero suficiente. A la situación de la técnica y del espíritu de empresa ya nos hemos referido; veamos, pues, lo que ocurría con el capital financiero.
“Si nuestro desarrollo científico era escaso, necesariamente lo tenía que ser también el de la técnica”
El capital financiero, cuarto factor, con el cual movilizar los recursos reales y financiar el desarrollo industrial, no existía en cantidades suficientes en España a mediados del siglo XIX. Los particulares tenían su capital inmovilizado, pues la propiedad rural y urbana eran el principal modo de acumular. Por su parte, la situación financiera del Estado no era nada lucida. Por una parte, las remesas de oro y plata de América habían cesado desde el comienzo de la Guerra de la Independencia (1808), y las guerras civiles y coloniales hicieron insuficientes los ingresos ordinarios del enclenque sistema fiscal, produciéndose una expansión tal de la Deuda pública que resultaba casi imposible cualquier clase de auxilio estatal para financiar el desarrollo de la industria. Finalmente, la banca privada mixta no adquirió verdadera importancia a escala nacional como fuente de financiación de grandes inversiones hasta los comienzos del siglo XX.
La ausencia de capital propio para financiar su desarrollo configuraba a España como un típico país subdesarrollado que sólo podía salir de su penuria económica con un fuerte volumen de inversión en la industria y en la agricultura. Se cerraba así un círculo vicioso que sólo podía romperse con la afluencia de capital exterior, como de hecho sucedió: la inversión extranjera y la repatriación de capitales españoles de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tras el Desastre de 1898, fueron hechos decisivos para el desarrollo de nuestra industria.
Nivel de demanda
Finalmente, faltaba a España el quinto elemento necesario para el desarrollo industrial: nivel de demanda. La población española en 1797 ascendía a sólo 10,5 millones de habitantes, cifra baja en comparación con los 12 de Gran Bretaña y muy inferior a los 25 de Francia por esa misma época. Pero, además, y esto era lo más importante, el nivel de renta era muy inferior en España, y por tanto la capacidad de compra hacia 1850, era bajísima; desde luego, muy inferior a la de Inglaterra y Francia. Esta constreñida extensión del mercado interior significaba una fuerte rémora para el establecimiento de una verdadera industria nacional.
Por lo demás, el mercado podría haber sido mucho mayor a principios del siglo XX, pero en ese sentido, la emancipación de la América española continental fue un recorte importante de lo que en cierto modo había sido un mercado cautivo –aunque no tanto por el contrabando y el comercio de Inglaterra— para la industria española.
Dejamos aquí el tema para seguir en próximas entregas y como siempre los lectores pueden conectar con el autor, a través del correo electrónico castecien@bitmailer.net
[1] Arthur Shadwell, «History of industrialism», en Encyclopedia of Industrialism, versión española, FCE. México, 1951, pág. 96. En realidad, en vez de dividir los factores en generadores y limitativos, como lo hace el autor indicado, creemos que todos pueden tener uno y otro carácter, según su mayor o menor intensidad.
