Escribió Wallace Stegner que somos la especie más peligrosa del planeta pero también la única que, cuando así lo decide, hace un enorme esfuerzo por salvar lo que podría destruir. El naturalista Antonio Sandoval reflexiona, mientras observa los saltos de un grupo de atunes, sobre lo que representan los espacios salvajes para el carácter del ser humano y para la esperanza que nunca pierde
“Los espacios salvajes que nos quedan son la geografía de la esperanza”, escribió Wallace Stegner, maestro de escritores, y él mismo autor de obras inolvidables.
Premiado por novelas como Ángulo de reposo (Pulitzer), En lugar seguro o El pájaro espectador (ambas National Book Award; las tres publicadas en castellano por Libros del Asteroide), así como por varios de sus numerosos ensayos y biografías, Stegner dedicó buena parte de su vida a la defensa de los paisajes naturales del oeste norteamericano. Este empeño cristalizó de manera muy especial en 1960, cuando redactó su célebre carta abierta Wilderness Letter, dirigida a una comisión del Departamento de Interior del Gobierno Federal de Estados Unidos que revisaba los contenidos de una nueva ley de conservación de la naturaleza para ese país.
Tengo sobre mis rodillas su colección de ensayos Where the Blue Bird Sings to the Lemonade Springs, no traducida. Acabo de dejarla ahí un momento para levantar los prismáticos y observar una vez más los saltos de varias decenas de grandes atunes ante esta costa atlántica. Llevan así una hora. Lo primero que se ve es un grupo de papardas, alargadas y plateadas, emergiendo de las olas para huir espantadas hacia el medio aéreo, en el que solo duran el instante que tardan en caer de nuevo bajo la superficie. A continuación, esta se parte en mil pedazos. Surge de las profundidades una mezcla de violento ser vivo y perfecta máquina de acero. Es tal su belleza y su fuerza que, aunque tampoco permanece más que una porción de segundo a la vista, su imagen se te fija en la retina como el emblema más cabal del poder de los océanos. Queda tras su aparición una palpitante mancha de espuma. Bajo ella, las papardas pierden a una o más de las suyas. Y así una y otra vez, en ocasiones varios atunes al mismo tiempo, algunos de 200 kilos o más. Vuelvo con Stegner.
Uno de los párrafos de su Wilderness Letter dice así: «De lo que quiero hablar no es tanto del uso de lo salvaje, por valioso que sea, sino de la idea de lo salvaje, que es un recurso en sí mismo. Siendo un recurso intangible y espiritual, a los prácticos les parecerá místico, pero es probable que todo lo que no pueda ser movido por una excavadora les parezca místico. Quiero hablar a favor de la idea de naturaleza salvaje como algo que ha ayudado a formar nuestro carácter, y que ciertamente ha moldeado nuestra historia…”.
En la primera página de estos ensayos he subrayado esta otra línea, en la que explica cómo se siente cuando regresa a su oeste natal tras un tiempo ausente: “Como un salmón que al alcanzar la desembocadura de un río percibe el aroma de las aguas donde nació”.
Sé que en este océano que contemplo flotan partículas de plástico de todos los tamaños, como en todos los mares del mundo. Que sus aguas se calientan y acidifican de manera creciente, como las de todos los mares del mundo. Que muchas de sus poblaciones de peces comerciales han sufrido durante demasiado tiempo una depredación sin control. Como en todos los mares del mundo.
Pero a la vez, puedo detectar con nitidez el aroma de mi origen en los saltos de estos atunes. En ellos está para mí, esta mañana, la idea de lo salvaje de la que habla Stegner. En su Wilderness Letter, tras varias argumentaciones, termina afirmando: “Estas son algunas de las cosas que los espacios salvajes pueden hacer por nosotros. Esa es la razón por la que debemos poner en práctica, para su preservación, algún otro principio que los principios de explotación o utilidad o incluso recreación. Simplemente necesitamos ese país salvaje disponible, incluso si nunca hacemos más que conducir hasta su borde y mirar hacia adentro. Porque puede ser un medio para asegurar nuestra cordura como criaturas, una parte de la geografía de la esperanza”.
Veinte años después, en un texto que él mismo escribió en 1980 en recuerdo de aquel otro, se felicita de la existencia desde entonces de una mejor ley de conservación de la naturaleza, pero a la vez lamenta la destrucción que durante ese tiempo han sufrido más y más paisajes hasta entonces vírgenes: “Aunque muchos millones de acres han sido protegidos permanentemente, (…) la preservación no se ha movido tan rápido como debería, y el Servicio Forestal, en particular, ha demostrado por su desgana y tendencia a poner con frecuencia el uso de los recursos por encima de su preservación. (…) Sin embargo, algo salvó. Y todavía hay algo por lo que luchar”.
Era 1980. Por entonces todavía se comenzaba a hablar de la crisis climática que hoy nos estremece. Tampoco imaginaba nadie que tras el cambio de siglo gobernaría en Estados Unidos un individuo como Trump.
Los atunes revuelven el mar como si lo moldearan. Sobre ellos, decenas de pardelas cenicientas atlánticas sólo interrumpen sus suaves planeos para capturar alguna de las papardas que saltan fuera de las olas. Hace pocos años que estos enormes peces se ven aquí en tan gran cantidad. Es gracias a la todavía incipiente recuperación de sus poblaciones tras su colapso, algo que sólo ha sido posible porque las autoridades pesqueras internacionales han escuchado las recomendaciones de la ciencia. Eso, aquí. Al otro lado del Atlántico, frente a norteamérica, la especie está claramente peor.
La erosión de la que habla Tempest Williams afecta también a la fe en la humanidad, la confianza, la seguridad, la cultura y la democracia
Otra escritora estadounidense, Terry Tempest Williams, publicó hace un año un libro titulado Erosion. Trata no sólo del deterioro de la biodiversidad y la geodiversidad, de los paisajes originales que ambos crean, o del mismísimo clima global. La erosión de la que habla Tempest Williams, quien como Stegner además de escritora es una activista medioambiental muy entregada, afecta también a la fe en la humanidad, la confianza, la seguridad, la cultura y la democracia: un proceso que, en consecuencia, también desgasta el cuerpo, la mente y el espíritu. Y contra el que no queda otra que combatir. ¡Con esperanza, cómo si no! Quizá es por eso que Tempest apela en su libro a la naturaleza no ya como consuelo, sino también como ejemplo para la acción.
En cada vez más lugares, a menudo sin conocerse, más y más especialistas elaboran una cartografía de la geografía de la esperanza. En los mapas que así dibujan, los espacios salvajes que aún nos quedan, por muy maltratados que hayan sido hasta ahora, se mezclan con infinidad de iniciativas exitosas, que mantienen muy viva la certeza de que la humanidad no es ni mucho menos tan irresponsable como quieren hacernos creer quienes, entre otras cosas, apoyan directa o indirectamente los intereses que favorecen Trump y los suyos. Gracias a ellas, a esas personas y sus iniciativas, se conserva y fortalece la fe en lo mejor de nuestra condición. Y con ella, nuestra confianza y nuestra seguridad. Y la cultura. Y la democracia.
A ese esfuerzo cartográfico pertenece el último libro de Andreu Escrivá: Y ahora yo qué hago. Como evitar la culpa climática y pasar a la acción (Capitán Swing). Con formato de guía para caminantes, comienza repasando las causas de la crisis climática actual, para luego retratar a sus mayores responsables, e indagar al estado de ánimo e ideológico de la ciudadanía global ante este gigantesco problema. A continuación, tras definir con estremecedora nitidez cuánto urge una respuesta común de verdad firme, se pregunta: “¿Y si este fuese el momento en el que también pudiésemos repensar todo aquello que está roto en la sociedad actual?”. La tercera parte del libro, una elocuente y muy persuasiva apuesta por la esperanza y la acción transformadora, tanto a nivel personal como social, se lee como si recargaras la batería de tu activismo.
Escribió Wallace Stegner: “Somos la especie más peligrosa del planeta»
Hace pocos años, hubiese sido fácil dar a estos atunes por perdidos. Bastaba con haber abandonado la confianza en que la ciencia fuese capaz de convencer a las autoridades pesqueras de la acuciante necesidad de limitar sus capturas. Por supuesto, hay muchísimos ejemplos que muestran todo lo contrario. Pero son este y otros como él, muchos más de los que a veces quieren hacernos creer, los que nos traen el aroma que necesitamos para regresar río arriba hacia lo mejor de nosotros: basta con admirar a estas criaturas vigorosas, resplandecientes e impetuosas para comprender en qué consiste, y donde está, esa idea que llamamos esperanza.
Ahí siguen, saltando ante mí. Por momentos, parece que celebren su estirpe. Y no sólo la suya.
Como también escribió Wallace Stegner, “Somos la especie más peligrosa del planeta, y todas las demás, incluso la Tierra misma, tienen motivos para temer nuestro poder de exterminio. Pero también somos la única especie que, cuando así lo decide, hace un enorme esfuerzo por salvar lo que podría destruir”.