El escritor y experto ornitólogo Antonio Sandoval reflexiona sobre la falta de contacto con el aire libre que tiene la sociedad actual, algo que se ha visto exacerbado por el confinamiento del coronavirus. Reconectar con la naturaleza es una necesidad para el espíritu y el cuerpo y algo fundamental en la formación personal, una cuestión que refleja muy bien el libro ‘Diario de un joven naturalista’, escrito por Dara McAnulty, un joven de 14 años que ha obtenido premios y alabanzas por su excelente opera prima
Todas las personas deberían pasar, al menos en algún momento de su niñez, por una larga etapa naturalista. Todas. Aprendiendo a distinguir los cantos de las aves, los tipos de nubes, las especies de árboles. También las mariposas y las flores por sus colores, las estrellas y constelaciones, los tipos de olas, o lo que convierte a infinidad de paisajes silvestres, grandes o diminutos, en hogar de tantas sensaciones. Etcétera. Un etcétera larguísimo. Apuntando. Dibujando. Analizando. Contemplando. Compartiendo.
Todas, todas las personas, deberían pasar, al menos en algún momento de su niñez, por ese instante en el que, tras haber recorrido así campos y bosques, riberas y costas, por fin descubres que ahí, en la naturaleza, están algunos de los mejores espejos donde comprender qué eres, y qué deberías poder seguir siendo toda tu vida: una criatura curiosa, vivaz, inteligente, creativa, a veces tan parlanchina como una bandada de estorninos, otras tan silenciosa como un hayedo en invierno.
Pero no es así. Los humanos de todas las edades estamos cada vez más confinados en ámbitos demasiado ajenos a lo natural. Es una tendencia que viene de hace tiempo, sí. Pero que sólo hace una década comenzó a recibir atención como fuente de patologías.
«En la naturaleza, están algunos de los mejores espejos donde comprender qué eres, y qué deberías poder seguir siendo toda tu vida»
Son ya multitud las investigaciones de psicopedagogos, pediatras o psicólogos que demuestran la urgente necesidad de una mayor conexión con la naturaleza. Sobre todo, cuando estamos en nuestra etapa de crecimiento físico, emocional e intelectual. Muchas de sus conclusiones han sido divulgadas en obras como las de Richard Louv (Los últimos niños en el bosque, en Capitán Swing; Vitamina N, en Kalandraka) o Joseph Cornell (Compartir la naturaleza; La Traviesa Ediciones). Y en las de autoras de aquí como Katia Hueso (Somos Naturaleza y Jugar al aire libre; ambas en Plataforma) o Heike Freire (Educar en verde, en Graó), entre otras.
Esos estudios tienen además forma de avisos: una ciudadanía joven ajena a las múltiples complejidades de los procesos naturales no solo padece las consecuencias de lo que Louv denominó el Transtorno por déficit de naturaleza (entre otras, ansiedad, estrés, fatiga atencional, obesidad, enfermedades respiratorias…), sino que estará muy mal preparada para afrontar los tremendos retos medioambientales que las generaciones de sus padres y abuelos les estamos dejando en herencia.
Entonces, ¿cómo cambiar la corriente impuesta, y lograr ese necesario reencuentro, sobre todo de los más jóvenes, con la naturaleza? Es esta una pregunta que ya ha dado de sí numerosos artículos en la prensa estos últimos meses, a raíz de la mayor seguridad ante la pandemia de las actividades al aire libre frente a las realizadas en espacios cerrados. Pocas veces han aparecido tan a menudo en páginas y pantallas informativas iniciativas como los bosques escuela. Desde luego, esta es una de las soluciones. Y de las mejores. Ojalá hubiera muchos bosques escuela, por todas partes. Otra es la renaturalización de los patios y colegios, como propone por ejemplo un libro coordinado por Heike Freire (Patios vivos, en Octaedro editorial). También la creación en las ciudades, en cuantos rincones sea posible de todos los barrios, de espacios en los que asomarse a la biodiversidad, sean del tamaño que sean. Y en fin, muchos más.
«Los humanos de todas las edades estamos cada vez más confinados en ámbitos demasiado ajenos a lo natural»
Luego, por supuesto, están las conversaciones: hay que hablar mucho más de todo esto. Y la literatura: también hay que escribir mucho más. Por fortuna, de unos años a esta parte abundan los títulos de literatura de naturaleza traducidos de otras lenguas (sobre todo del inglés), y comienzan a aparecer en nuestras librerías obras de diversos géneros en las que autoras y autores de aquí abordan su relación con lo vivo desde muy diversas perspectivas. De hecho, existen ya editoriales que publican en exclusiva este tipo de textos. Solo que entre los destinados a los más jóvenes, así como hay verdaderas joyas divulgativas, es casi imposible encontrar narraciones de experiencias. Es decir, voces frescas y libres, y de su propia edad, que compartan lo que sienten y piensan cuando van y vienen en busca de vida natural.
Acaso este sea uno de los motivos de los premios que no deja de recibir Diario de un joven naturalista (Volcano libros), redactado con solo 14 años por el irlandés Dara McAnulty, y publicado, allí y aquí, este mismo 2020. El otro motivo es que es una obra sensacionalmente bien escrita, repleta de hallazgos para lectores de todas las edades, valiente, poética y de sorprendente dinamismo.
Mientras advierte cómo atraviesa poco a poco el umbral que va de la niñez a la adolescencia, Dara comparte con nosotros su visión del mundo como niño autista apasionado por la naturaleza, tanto la más salvaje como la del patio de su casa: aves, insectos, nutrias… También sus momentos familiares, sus inquietudes respecto a cómo relacionarse con los demás (sobre todo con sus compañeros de colegio), su activismo conservacionista y su noción del futuro.
Hasta el momento, Diario de un joven naturalista ha recibido, entre otros, el Premio Wainwright 2020 al mejor libro de naturaleza en 2020 en Reino Unido, y al mejor libro del año por parte del célebre Hay Festival. Y ha sido celebrado por autores como Robert Macfarlane o Tim Flannery. Tampoco yo dejo de recomendarlo.
Dice el joven Dara en una de las páginas de su Diario: “Siempre que estoy en lo alto de una montaña, hago un pacto conmigo mismo para olvidar todas las preocupaciones humanas, problemas y pensamientos. No deben velar mi experiencia de la naturaleza, de este lugar. Aprender a hacer eso me ha costado un trabajo enorme y no siempre lo logro, pero hacerlo permite que todo se filtre”.
Sí, todas las personas deberían pasar, al menos en algún momento de su niñez, por una larga etapa naturalista. Por unos años aprendiendo a subir a las montañas para olvidar cuanto no sea el asombro ante cuanto tienes alrededor. Por otoños contando el paso migratorio de más y más bandadas de grullas, alcatraces o milanos. Por noches escuchando solo las voces de cárabos y grillos. Por la identificación del tipo de interrogantes vitales, y de respuestas que no lo son menos, que solo brotan en momentos así.
