El profesor Ramón Tamames continúa con su serie sobre la política agraria en España. En su nueva entrega reclama la deuda de reconocimiento a la labor de nuestros agricultores y trabajadores agrícolas y analiza los principales retos de futuro a los que se enfrentan
Esta es la tercera entrega del artículo que para los lectores de El Ágora estamos haciendo sobre la actual estructura del sector agrario en España, y las necesidades de reforma para su perfeccionamiento. Un tema en el que la PAC, ya estudiada en anteriores entregas, tiene una importancia decisiva. Como la tienen también otras cuestiones analizadas ya: agrupación de explotaciones, captura del valor añadido de los productos agrarios, etc.
Hoy entramos en otros temas del sector FAO que, insistimos, ha de renovarse después del gran servicio que ha prestado en España, a todos sus habitantes, durante el confinamiento de la pandemia. Precisamente, hay una deuda de reconocimiento de la gran labor de nuestros agricultores y trabajadores agrícolas, que no puede ahora escamotearse. Y esperamos que las reflexiones hechas en este artículo, puedan contribuir de alguna manera a ese proyecto. Seguimos, pues.
Factor humano y nueva agricultura
No es éste el lugar para hacer una larga exposición sobre el sindicalismo agrario en España, tan importante antes de la Guerra Civil 1936/39, con sindicalistas del anarquismo en Andalucía y Cataluña, el socialismo en la Meseta Sur, y nacionalcatolicismo en Burgos y otras provincias de Castilla la Vieja. Y del lado de los grandes agricultores, la “Mutua Agraria de los Propietarios de Fincas Rústicas de España” (la Mapfre originaria), enfrentada que estuvo a la Reforma Agraria de la Segunda República. Un tema que también estudiamos en su momento, hace unas semanas, para los lectores de El Ágora.
Después, con el franquismo, el nuevo sindicalismo agrario se hizo vertical, con sindicatos para el olivo, la vid, el azúcar, las frutas, etc. Con una vigencia efectiva, en la que dominaron grandes grupos monopolistas de los mencionados productos y algunos más. En cambio, para los pequeños agricultores, funcionaron las “cofradías de labradores y ganaderos”, figuras de poca influencia en la política agraria, de mero encuadramiento.


Con la democracia, desde 1977, surgieron, reaparecieron o se consolidaron, nuevas o antiguas organizaciones agrarias. De las cuales cabe destacar las siguientes: FTT (Federación de Trabajadores de la Tierra, próxima al PSOE), COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos en relación especial, inicialmente, con CC.OO. y el PCE); y ASAJA (Asociación de Jóvenes Agricultores, no lejos del PP), UPA (Unión de Pequeños Agricultores), y Unió de Pagesos (Cataluña y Baleares)[1]. Abandonada la idea de reforma agraria –los menos interesados son los propios jornaleros, que buscan empresas con seguridad de empleo—, todas esas organizaciones patronales en el sector agrario están especialmente interesadas en su relación con el Gobierno y las CC.AA. Teniendo especial interés en mantener una PAC amplia, para lo cual ejercen sus presiones sobre Bruselas, en asociación con otros intereses de los Estados miembros de la UE.
El proletariado agrícola (sin sindicatos ni organizaciones propias hasta ahora) son los recolectores de cosechas a mano, sobre todo en la fruticultura, y especialmente en cultivos bajo plástico e invernadero. La mayoría de esos recolectores son magrebíes, subsaharianos (temporeros con permisos de temporada) y, ya menos, rumanos o búlgaros, y casi desaparecidos los polacos.
Respeto al agricultor y autoestima
En las perspectivas innovadoras de una agricultura a potenciar de cara al futuro, es necesario enaltecer en la sociedad el papel de los agricultores, y promover una mayor vocación entre la juventud por incorporarse a los trabajos agrarios.


También resulta indispensable normalizar los flujos laborales de la inmigración para los trabajos agrarios, especialmente en las mencionadas recolecciones; animando la contratación no sólo vía organizaciones agrarias, sino también a través de las operadoras privadas laborales de inmigración (OPLIs), que están llamadas a tener un papel decisivo en la normalización de las inmigraciones a plazo fijo para trabajos de campaña.
Adicionalmente a todo lo que hemos discurrido, se hace patente muchas veces la falta de homogeneidad de las medidas que toman las distintas CC.AA. en materia de agricultura y desarrollo agrario. Por ello, ha de considerarse la posibilidad de una mayor coordinación —vía la conferencia sectorial del Ministerio de Agricultura (siempre cambiando de nombre) y otros instrumentos—, a favor de potenciar el conjunto; sin por ello minusvalorar el hecho de que en España tenemos agriculturas regionalmente diferenciadas, pero con problemas y soluciones muchas veces comunes.
Efectos agrarios de la pandemia
Ahora que la pandemia ha entrado en una nueva fase de incertidumbre, con rebrotes y renacidos intentos de confinar a grupos de población determinados, debemos insistir sobre lo mucho que en el estado de alarma y confinamiento ha contribuido la agricultura española a que el abastecimiento haya funcionado casi a la perfección, sin aumentos sensibles de precios. Haciéndose valedor todo el sector agropecuario del aprecio de unos españoles que tan pocas veces muestran su interés por las cosas del campo.
En esa dirección, el Gobierno tendrá que verse las caras, más pronto que tarde, con los representantes de las organizaciones agrarias. Para poner remedio a situaciones en que los mecanismos productivos y comerciales no ayudan al progreso del sector agrario; especialmente por los bajos precios en origen, que contrastan con los de destino, por igual en el pequeño comercio y las grandes superficies.


A efectos de lo indicado, no cabe duda que lo primero es la Política Agrícola Común (PAC) de la UE. Con una subvención que llega de la UE al 25 por 100 de la producción final agraria española, sin la cual –y el riego de casi cuatro millones de hectáreas—, gran parte del campo español estaría abandonado. En ese sentido, es preciso potenciar, aún más, los cultivos en riego, bajo plástico y de invernadero.
Hacen falta, además, nuevos patrones de explotación, con empresas agropecuarias mucho más amplias. Pudiendo decirse que, en vez de las 700.000 que debemos tener ahora, habríamos de situarnos en no más de 100.000, ganando así en economías de escala e introducción de nuevas tecnologías; y con suficiente asociacionismo para capturar valor añadido.
Finalmente, la sostenibilidad, de modo que las prácticas agrícolas tiendan a conservar el suelo y mantener el paisaje. Haciendo de los agricultores verdaderos guardianes de la naturaleza.
Observaciones finales de cara al futuro
Sería lamentable omitir en un artículo como este la situación actual del sector agrario español, que, si en términos de PIB ha caído por debajo del 3 por 100, con no más del 4 del total de la población ocupada. Caídas, ambas, que reflejan el funcionamiento de la Ley Petty-Clark de reducción evolutiva del sector rural dentro del PIB, mientras avanza el sector servicios (casi 75 por 100), muy por encima ya del sector industrial (no más del 20 por 100 con la construcción). Algo lógico en cualquier sociedad avanzada como ya lo es la española.
Sin embargo, lo agrario continúa teniendo altos valores estratégicos para el desarrollo económico de España. Situación que se ignora por muchos, no figurando para casi nada el agro en los programas electorales y en los discursos políticos. Con un desconocimiento total, por la mayoría de los urbanitas, de lo que es la PAC, y de lo que han significado sus sucesivas transformaciones, desde la protección arancelaria de producto en las fronteras externas de la UE, a la transferencia de renta a los agricultores.
El campo español da de comer a casi 55 millones de personas: 47,5 de población propia, y los demás, turistas extranjeros (equivalente en 2019, con sus 84 millones, a dos millones de personas de manera permanente durante doce meses) y foráneos, y exportación agroalimentaria.
Además, segundo valor estratégico, la balanza agraria es positiva (más o menos un 10 por 100), como consecuencia de un campo parangonable por su monto de exportaciones con los bienes de equipo (maquinaria, etc.), o el sector del automóvil, unos cinco millones de consumidores equivalente. En definitiva, el campo es un sector dinámico, que contribuye a la exportación, en proporción mucho mayor que la industria.
Tercer valor estratégico: con 750.000 personas laborando en el sector agrario (2019), esos hombres y mujeres son los verdaderos guardianes del medio ambiente en España; pues su trabajo abarca a las superficies de cultivo, pastizal y forestales, más del 90 por 100 del territorio nacional. Además, está claro que la agricultura y la ganadería contribuyen a una potente industria agroalimentaria, una gran fuente de riqueza.
Ese panorama debe solucionarse merced a una mejor política hidráulica, más cultivos de primores bajo plástico o invernaderos, mejor selección de semillas, agrobiotecnología, mayor atención a los suelos, etc. En tanto que respecto de los bosques y cultivos forestales, hay que incorporarlos a una nueva concepción vinculada a la energía alternativa de la biomasa, teniendo en cuenta la necesidad de que las áreas forestales estén en debida forma, con buena explotación dasocrática y costes adecuados, desde los 15 millones de metros cúbicos actuales a los 30 millones que serían posibles, evitando su envejecimiento, plagas en expansión, etc.
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Para cualquier conexión con el autor, los lectores de El Ágora pueden dirigirse a través del correo electrónico castecien@bitmailer.net.
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[1] Sobre este tema, Eduardo Moyano Estrada, «El asociacionismo en la agricultura española: organizaciones profesionales agrarias y sindicatos de obreros agrícolas», Asociación Española de Economía y Sociología Agrarias, Madrid, septiembre de 1984 (multicopiado). También, Gloria de la Fuente Blanco, «Las organizaciones agrarias españolas», Instituto de Estudios Económicos, Madrid, 1991.