La tinta de la vida

La tinta de la vida

Por Antonio Sandoval Rey

El naturalista Antonio Sandoval nos trae un sugerente relato sobre investigación, ornitología, amistades y matrimonios científicos hilado en torno al cabo de Estaca de Bares. En el punto más septentrional de España coincidieron en 1954 los británicos David Snow, Denis Frank Owen y Reginald Ernest Moreau, en lo que fue la primera expedición científica conocida a ese lugar, hoy convertido en meca de amantes de las aves de toda Europa

Es ya tarde, y la pantalla está todavía en blanco. Como la vida en cierto momento, se dice David Snow. Un día de octubre de 1954 estás en el norte de Galicia con otros dos colegas ornitólogos, contando alcatraces desde un cabo llamado Estaca de Bares, y dos meses después aparece una chica con una misteriosa pluma en la mano, y toda tu existencia da un giro que acaba por llevarte por medio mundo. Vivís. Juntos. Observáis aves. Juntos. Tenéis descendencia. Escribís a la par libros y artículos científicos. Envejecéis mano a mano. Es como si esa misteriosa pluma, mojada en la tinta de la vida, os hubiese ido escribiendo. Juntos. Ahora, 53 años después, David tiene que redactar el obituario de Barbara para la revista ornitológica Ibis, la misma en la que ella publicó, en 1963, sus 35 páginas sobre el comportamiento del cormorán moñudo

Procura poner sus ideas en orden. Lo primero es tener claro el estilo. Debe atenerse a la norma de ese tipo de textos. Evitar, por tanto, redactar como el compañero de toda una vida, para en cambio intentar hacerlo como colega de profesión. Prevé que, además, escribir desde esa distancia le será más cómodo. Incluso para contar cuando la vio entrar por aquella puerta, con la pequeña pluma en la mano. Fue la primera vez que se vieron.

Los ornitólogos David y Barbara Snow en una fotografía tomada en 1959 en la casa de William Beebe en la isla de Trinidad. | FOTO: Dr. Ted Hill
Los ornitólogos David y Barbara Snow en una fotografía tomada en 1959 en la casa de William Beebe en la isla de Trinidad. | FOTO: Dr. Ted Hill

Era diciembre de 1954, dos meses después de aquella visita a Estaca de Bares. Barbara había acudido al Museo de Historia Natural de South Kensington, donde él trabajaba entonces, para confirmar la identidad de un macho de primer invierno de mascarita común (Geothlypis trichas), que sería el primer registro británico de esta especie norteamericana, rarísima a este lado del Atlántico. Ella misma lo había atrapado, examinado y anillado en la isla de Lundy, en mitad del canal de Bristol, a 10 millas de la costa de Devon. Al ser liberado, el pájaro le había dejado en la mano una de las plumas de su cola.

Aquella pluma, comparada con las otras de esa especie en la colección del Museo, confirmó del todo la identificación. En abril del año siguiente, la revista British Birds publicaría el texto de Barbara sobre la mascarita común, firmado con su nombre de soltera: Barbara K. Whitaker. Con el tiempo ella y David se prometieron, pero decidieron no casarse hasta que ella terminase su trabajo en Lundy con los cormoranes moñudos.

Un ejemplar macho de Geothlypis trichas o mascarita común, un ave americana que muy raras veces se observa en Europa. | FOTO: Mircea Costina
Un ejemplar macho de ‘Geothlypis trichas’ o mascarita común, un ave americana que muy raras veces se observa en Europa. | FOTO: Mircea Costina

La ceremonia tuvo lugar en otra isla de otro mar: Trinidad. Él trabajaba allí en 1957 para la New York Zoological Society, a las órdenes nada menos que de William Beebe. Con mencionar la boda es suficiente, se dice mientras escribe… ¿Qué más? No, no va a describir el aspecto de Barbara, su voz, su carácter, como ha leído tantas veces en los obituarios de otros colegas. No, no, algo así estaría fuera de lugar en este caso concreto. Aunque claro, sí debe explicar cómo una chica de 33 años trabajaba en 1954 de ornitóloga en aquella remota y deshabitada isla de Lundy, algo por entonces de lo más inusual. Tendrá que comenzar por hablar de sus orígenes familiares…

Recuerda lo que Barbara le contó tantas veces: cuando su padre, que era médico, falleció de repente, su familia se vio obligada a abandonar la casa en que vivían para instalarse en un más que sencillo bungalow a orillas de un río. La menor de ocho hermanos, Barbara pronto aprendió a reconocer multitud de aves y plantas en el entorno de aquel nuevo hogar. Y a llevar comida a la mesa, como todos los demás.

A ella se le daba bien pescar truchas. Al perro, capturar conejos. A los otros, recoger setas, moras… Y así iban tirando un poco mejor. David se sonríe. También cuando recuerda cómo, a los 18 años, ella se apuntó al ejército para llegar a sargento. Una vez más, resuelve, con apuntar eso será suficiente. Porque para comprender cómo era, basta con explicar ese tipo de cosas. Con narrar también, por ejemplo, cómo tras ser desmovilizada, y trabajar en un mercado, entró en la universidad gracias a sus buenas notas, para estudiar geología. Pero sobre todo cómo, a través de una ojeada aburrida a un periódico atrasado, se enteró de la existencia de un observatorio de aves en la isla de Skokholm, y sin pensárselo dos veces escribió a sus responsables para ofrecerse a echar una mano allí.

Un cormorán moñudo ('Phalacrocorax aristotelis'), posado en una roca junto al mar mientras detrás de él vuela un charrán ártico ('Sterna paradisaea'). FOTO: Philippe Clement
Un cormorán moñudo (‘Phalacrocorax aristotelis’), posado en una roca junto al mar mientras detrás de él vuela un charrán ártico (‘Sterna paradisaea’). FOTO: Philippe Clement

«Sus vacaciones universitarias de 1946 y 1947 las pasaría entre fulmares, paíños comunes y frailecillos atlánticos»

Sus vacaciones universitarias de 1946 y 1947 las pasaría entre fulmares, paíños comunes y frailecillos atlánticos, a las órdenes primero del fundador del observatorio, Ronald Lockley, y después de Peter Conder, dos gigantes de la ornitología británica del siglo pasado. Tras terminar la carrera y trabajar como geóloga durante un tiempo, decidió que lo suyo eran, definitivamente, las aves. Por eso pidió la plaza de guarda del observatorio de Lundy. Y acaso porque por entonces ya muchas personas conocían cómo era ella, se la concedieron. El sueldo anual fue de 150 libras. Corría ya aquel año de 1954. De inmediato, Barbara se sintió fascinada por los cormoranes moñudos. Y se empeñó en desentrañar su comportamiento. Les dedicó horas y horas de observación. Páginas y páginas de notas.

David echa una ojeada al reloj. Cómo corre el tiempo. Debe ponerse a escribir ya mismo. Cormoranes. Cuando estuvieron juntos en las Galápagos, trabajando en la Charles Darwin Research Station, Barbara se las ingenió para disponer de tiempo suficiente para estudiar el comportamiento de la especie áptera que allí vive. Poco antes, en las selvas de Trinidad, su paciencia había logrado descubrir las costumbres del campanero barbudo, y de dos especies de colibrí. Más tarde, entre ambos estudiaron el comportamiento del acentor común europeo, y escribieron una monografía modélica sobre el consumo de bayas por parte de diferentes especies de aves

David empieza a teclear. Termina rápido. Repasa y envía el texto. Y a continuación, abre otro documento en el ordenador. Se titula Birds in our life. Es la historia de Barbara y él, como pareja pajarera. Se levanta, prepara un té y continúa escribiendo. Qué más da ya la hora que sea, se dice.

Cabo de Estaca de Bares, el punto más al norte de España, en el mar Cantábrico. | FOTO Maphke
Cabo de Estaca de Bares, el punto más al norte de España, en el mar Cantábrico y que el ornitólogo británico David Snow visitó en 1954. | FOTO Maphke

«En nuestros días, en el cabo de Estaca de Bares se reúnen algunas jornadas decenas de personas de varias nacionalidades con sus prismáticos y telescopios»

Birds in our life se publicará al año siguiente, en 2008. David fallecerá unos meses después. Medio siglo antes, aquel octubre de 1954, a solo dos meses de conocer a Barbara, había visitado el cabo de Estaca de Bares junto a Denis Frank Owen, con 23 años ya alumno destacado del evolucionista David Lack; y a Reginald Ernest Moreau, de 57 años, ya entonces otra de las grandes figuras de la ornitología británica de su tiempo.

El artículo que los tres firmaron sobre las aves que observaron en aquella expedición de casi un mes entre A Coruña y el oriente de Asturias se publicó asimismo en la revista Ibis. No es difícil imaginarlos, aquel otoño de va a hacer 70 años, sentados ante el océano infinito en el cabo gallego, contando alcatraces y negrones comunes en paso migratorio y, a la vez, quizá, hablando de chicas.

Moreau acaso narrase a los otros dos, mucho más jóvenes, cómo había conocido en Egipto, en 1924, a Winnie, una mujer tan amante de la naturaleza como él. Y cómo ambos, tras casarse en Inglaterra, habían vivido largo tiempo en las montañas Usambara de Tanzania. Llamaron a una de sus hijas Prinia, como un pequeño pájaro de larga cola del noreste de África y el sur de Asia, la prinia grácil.

El veinteañero Denis Owen quizá escuchase ese relato suyo entre curioso y fascinado. Con el tiempo se casaría con Jennifer Bak, hija de otro ornitólogo. Vivirían en Uganda, Sierra Leona o Suecia antes de establecerse en Leicester, en una típica casa británica. A partir de sus estudios entomológicos en aquel jardín, Jennifer escribiría 30 años más tarde un pequeño best-seller titulado Wildlife of a Garden: A Thirty-Year Study. Entre otras cosas, en él explicaría su hallazgo, en tan minúsculo territorio familiar, de nada menos que 2.204 especies diferentes de insectos. Denis, por su parte, se convertiría en uno de los ecólogos más populares de su país. Uno de sus programas de radio para el Servicio Mundial de la BBC estaría dedicado a la historia natural de España.

Un ejemplar de alcatraz (‘Morus bassanus’) volando sobre el mar. | Foto. Arnau Soler

Reginald Ernest Moreau voló de este mundo en 1970. Denis Frank Owen, en 1996. David Snow, en 2009. Hasta aquel octubre de 1954, que sepamos, el cabo de Estaca de Bares no había sido visitado por ornitólogos. En la actualidad, entre mediados de verano y comienzos de invierno, es posible encontrar casi a diario a una o dos personas aficionadas a las aves junto a su observatorio de piedra, levantado en 1988. Algunas jornadas se reúnen allí, con sus prismáticos y telescopios, decenas de personas de varias nacionalidades. La zona de océano que rodea ese promontorio fue declarada Zona de Protección para las Aves (ZEPA) en 2014, por su importancia capital como nudo del corredor migratorio de aves marinas que atraviesa el norte y oeste de Iberia. Pasan por allí especies oriundas del hemisferio sur, Canadá, Groenlandia, el norte de Siberia, infinidad de rincones de la Europa atlántica…

En los últimos años, nadie ha pasado tantas horas en ese lugar, ni ha escrito tanto sobre sus aves, como yo. No puedo sostener que sea un mérito. Es más bien una pasión. Y un compromiso, en cierto modo múltiple. Con ese mar. Con esas aves. Con mis amistades y tribus pajareras. Con mi familia, que disfruta de ese lugar tanto como yo. Además, a poco que rebusques, a todo hay quien gane.

Este mes de junio de 2022 ha comenzado para mí una temporada más. Cada día, antes del amanecer, llego de nuevo a mi balcón oceánico favorito con las mismas ganas que en mi primera visita, allá por 1984, hace 38 años y solo tres décadas después que Snow, Moreau y Owen.

“Solo tres décadas después”, acabo de escribir. Por entonces, esos 30 años se me antojaban un inmenso abismo temporal. Y hoy… Hoy a ver si tengo buen paso. La fecha no es todavía idónea. Pero el viento no es malo. Seguro que censo unas cuantas pardelas baleares y cenicientas. Y más de un págalo grande. Con suerte, como algunos años, quizá vea también una o dos pardelas sombrías, e incluso alguna pardela capirotada tempranera. Allá voy. Extiendo mi trípode, coloco mi telescopio en su rótula, me siento en mi silla, echo la primera mirada sobre las olas a través de mis prismáticos y me voy perdiendo, poco a poco, en la más absoluta y completa eternidad.




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