El escritor Antonio Sandoval nos invita esta vez a prestar atención al célebre cuadro La pie (La urraca) de Claude Monet. En concreto, a la sombra del pájaro sobre la nieve. ¿Qué sucedió para que fuera retratada así? De camino, visitamos el bosque de Fontainebleau, en el sudeste de París, considerado la primera reserva natural del mundo. Fue protegido en 1861 por su condición de fuente de inspiración de infinidad de artistas
Pasean por las cornisas, vuelan bajo nubarrones pintados a brochazos anchos y oscuros, se posan en la caligrafía nítida de las antenas, se descuelgan de ellas de un salto, planean hasta un tejado húmedo, investigan sus canalones, se asoman desde allí a la calle. Exclaman sus ásperas opiniones de lo que ven.
Suelo recordar a Claude Monet cuando, como ahora mismo, observo urracas. Evoco su obra La pie. Tengo en mi despacho una postal que la reproduce. Acabo de mirar su envés: fue impresa en 1999.
Aquel invierno de 1868-69 nevó mucho en el norte de Francia, donde aún gobernaba Napoleón III. Monet lo pasó en el pueblo de Étretat, en la costa de Normandía, pintando cuadros a menudo tan blancos como los famosos acantilados de alabastro que allí coronan unas playas formadas por gruesos cantos redondeados. O como la nieve.


Igual que él, ese año y los siguientes (fue un periodo muy frío en Europa) muchos paisajistas se esforzaban en atrapar en sus obras los matices cromáticos de las sombras y los brillos de la nieve, tan puros como caprichosos y volubles. Así lo hicieron, entre otros, Sisley, Pissarro, Renoir o Gauguin.
Hasta poco antes de ese momento de la historia del arte, las sombras en los lienzos habían sido en esencia oscuras, apagadas, opacas. Fueron Monet y los suyos quienes comenzaron a llenarlas de colores. La pie precede en cinco años a Impression, soleil levant, esa obra suya que dio nombre al movimiento pictórico que terminó por cambiar incluso la manera de mirar de la humanidad. En ella, una lancha, apenas más que una silueta, se desliza sobre las aguas del puerto de Le Havre rumbo a nuevas formas de mirar que nadie por entonces habría sido capaz de imaginar.
En La pie el Impresionismo todavía está a punto de echar a volar. Es aún inminencia.
Lo mismo que la urraca del cuadro. Está hecha de óleo, pero a la vez tan viva que, en la centésima de segundo que tardas en saltar con tu mirada de ella a su sombra en la nieve, ya ha cambiado de postura.
Compruébalo. ¡Se ha girado!
Detente ahora en esa sombra suya. Está fabricada con un azul suave y agrisado atravesado por una o dos pinceladas gruesas, casi pardas.
Si retiras la urraca de ese paisaje, porque ha echado a volar más allá del marco, la arquitectura del lienzo se desmorona.


Así que déjala estar. Es su presencia sobre el portillo lo que equilibra cuanto la rodea. No sólo el vallado, los árboles, el almacén del fondo, el cielo rosado. También, y sobre todo, nuestra mirada. Cuanto nos la sostiene.
La técnica de Monet se llamaba “en plein air”. Consistía en trasladarse al campo para pintar los paisajes al natural, aprovechando dos novedades técnicas de entonces: los tubos de pintura al óleo y los caballetes articulados y ligeros.
La había perfeccionado durante los años previos en el bosque de Fontainebleau, en el sudeste de París, lugar de encuentro de los artistas de la escuela de Barbizon. Este era el nombre del pueblo inmediato a esa foresta, en cuyas tabernas se reunían cada tarde aquellos pintores. ¿Llamaría ya entonces su atención la inquietud de las urracas entre las ramas de los robles y pinos, las irisaciones de sus plumas solo en apariencia negras?


En 1861 aquella foresta fue protegida por el estado como “réserve artistique”, por su valor como inspiración de quienes a ella acudían a cubrir de pinceladas la blancura de sus lienzos. Se considera la primera reserva natural de la historia, anterior al Parque Nacional de Yellowstone, declarado en 1872. A lo largo de aquellos años fue retratada, entre otros, por Millet, Daubigny, Corot, Rousseau… Y por los más jóvenes Renoir, Sisley o Monet, quienes se empeñaron en llevar al extremo los principios allí aprendidos: ya no remataban sus obras en el estudio, sino donde las creaban, al aire libre, “en plein air”.
La escuela de Barbizon ilumina nítidamente La pie, pero a la vez es cubierta por su nieve, como si hubiera descendido sobre ella una página muy nueva, aún por escribir.
Hace frío. De noche ha nevado de manera muy copiosa. Ahora amanece sin prisa. El sol asciende reposando un instante en cada escalón rosado del cielo. Las sombras apenas se encogen mientras el pincel las retrata con un zarco pálido.
La urraca llega, se posa en el portillo, cambia de postura y Monet percibe para nosotros, en ese gesto exacto, una conmoción en la manecilla del reloj del arte. Es una sacudida muy leve, apenas perceptible, pero ha desplazado al mismísimo reloj.
Vuelan de un edificio a otro, y luego hasta el brazo de una grúa. Se interpelan a voces. Se lanzan desde allí hacia otro tejado. ¿Qué buscan?
¿Y yo? ¿Por qué sigo mirándolas, en lugar de regresar a lo que estaba haciendo?
Quizá lo que escudriño en su plumaje, en su silueta, en sus gestos, es precisamente eso: lo que en ellas a la vez retiene y aviva mi mirada. Y lo que me sostiene mientras lo busco. Equilibrios como colores brotados donde nunca antes los hubo. Palabras como sombras y brillos de sí mismas, que se mueven según las dejas de leer.
Comienza a llover de nuevo. La vista se emborrona y esmalta a la vez. Las urracas desaparecen tras un edificio. También yo, tras el marco de mi ventana.