Lo que llamamos Occidente tardó mucho en comprender las técnicas de navegación oceánica de los habitantes de los archipiélagos del
Lo que llamamos Occidente tardó mucho en comprender las técnicas de navegación oceánica de los habitantes de los archipiélagos del Pacífico sur. Cómo, por ejemplo, se representaban las cartografías infinitas del mar según las formas, la dirección e incluso los colores de las olas, tan diferentes en función de los vientos locales y de los oleajes, tanto los dominantes como los más débiles que se les cruzaban. O de la presencia de islas, a veces muy distantes, pero aún así capaces de dejar una marca nítida de su existencia en las corrientes.
Algunos de aquellos navegantes decían ser capaces de conocer su camino de manera sensorial: según sostenían, advertían con nitidez, sobre todo con el vientre, los compases de las olas propios de cada región de aquellas inmensidades líquidas. Completaban además las decisiones sobre sus rumbos con la observación de aves, cetáceos y constelaciones. Por eso algunas veces se detenían y aguardaban, como escuchando. Y otras parecían no saber llegar de un sitio a otro sin dar rodeos.
Quienes estudian y diseñan las formas de navegación urbana de este otro tiempo suelen sentir fascinación por lo que llaman “Líneas del deseo”. No son otra cosa que esos atajos que, atravesando zonas públicas a priori no destinadas al trasiego, terminan por marcarse en el territorio. El ejemplo más clásico son esas sendas, a menudo muy breves, creadas entre el césped por el paso constante de viandantes.
Tienen estos caminos de las ciudades, creados al margen de los urbanistas, su punto espontáneo, su punto desobediente, su punto práctico… Incluso su punto vital. Porque resulta que lo que hacen algunos es, sencillamente, alejarse de lo pavimentado hacia lo verde. Hay quien ha definido las “Líneas del deseo” como un emblema contracultural. Yo, cuando reparo en alguna, tiendo a pensar en su equivalente en el rumbo de mi propia vida: ¡cuántos atajos de este tipo, a veces en forma de rodeo, se traza ella sola, por su cuenta, y cada dos por tres, ignorando los planos que yo le había dibujado! Entonces recuerdo historias tan asombrosas como la de Nakahama Manjirō.
Comienza, precisamente, en el Pacífico. Pero en su sección noroccidental, a unas pocas millas de la costa sur de Japón. Corre el año 1841. Nuestro protagonista tiene 14 años y ha salido a pescar con cuatro compañeros, tan humildes como él. Les sorprende una tempestad, que los arrastra mar adentro. Acaban varados en la desierta isla de Torishima, rodeada de aguas ricas en cetáceos y hogar de los por entonces aún abundantes albatros de cola corta.


Durante meses, se alimentan de estas y otras aves, y del marisco de las rocas. Cuando al medio año de su llegada aparece el ballenero norteamericano John Howland, comandado por William Whitfield, aquellos chavales creen que su situación no ha hecho sino empeorar. Salir de Japón, una nación que ha decidido aislarse a todas las demás, te puede acarrear una sentencia de muerte. Pero no les queda otra: suben a bordo. Acaban en Hawái.
Por el camino, Nakahama Manjirō aprende un poco de inglés. Se interesa por el funcionamiento del barco. El capitán Whitfield, impresionado por su inteligencia natural, le invita a acompañarle a Estados Unidos. Manjirō accede, se despide de sus cuatro amigos y parte con él hasta Massachusetts, a orillas de otro océano, el Atlántico. No lo sabe, pero es uno de los primeros japoneses que llega a Norteamérica. Mejora su inglés, y aprende a escribirlo. También matemáticas y navegación. Y se forma como tonelero. Cuando decide que está preparado, se alista en otro ballenero y parte hacia los mares del sur.


En 1847, seis años después de aquella tormenta propiciatoria, está de vuelta en Hawái. Sus amigos le cuentan que han intentado varias veces regresar a Japón, sin éxito.
Manjirō, que ha ascendido a timonel, vuelve a Massachusetts, cobra su paga, se despide del mar y acude, como tantos otros de aquel tiempo, a California: la fiebre del oro está en su apogeo. Es uno de los que tienen fortuna. Mucha, y en un tiempo récord. En 1850, con los bolsillos llenos de dólares, compra un bote en Honolulu, lo sube a bordo de un ballenero y paga su viaje y el de dos de sus amigos (el tercero decide quedarse en Hawaii, el cuarto ha fallecido) de vuelta a Japón.
Al llegar son detenidos e interrogados. Pero Nakahama Manjirō demuestra ser una fuente de información extraordinaria acerca de cuanto sucede más allá del horizonte. En 1851 es nombrado oficial al servicio del Shogunato de Tokugawa. Tiene 24 años, y la vida resuelta. Pero casi enseguida, en 1853, la flota del comodoro Matthew Perry se presenta ante Japón para forzar la apertura del país al comercio con Estados Unidos.


Tras unos días de tensión, comienzan las negociaciones. Manjirō es convocado de urgencia para prestar servicio como intérprete y traductor. Se firma el tratado de Kanagawa, y en 1860 parte la primera misión diplomática japonesa de la historia a Estados Unidos. Lo hace a bordo del Kanrin Maru, el primer buque de guerra a vapor de Japón. Por poco no llega. Tras enfermar gran parte de su tripulación, es Manjirō quien se pone al mando y logra desembarcar a todos sanos y salvos en San Francisco.
Los siguientes años le vemos aprendiendo ciencias militares en Europa, entonces envuelta en la guerra Franco-Prusiana. Siendo recibido como una personalidad en Washington. Visitando en Massachusetts a su amigo y ya anciano capitán Whitfield, aquel que fue capaz de ver en un joven náufrago y analfabeto a alguien excepcional. Dando clases en la Universidad Imperial de Tokio. Escribiendo y traduciendo tratados navales y sobre caza de ballenas. Fallece en 1898, con 71 años.


«La isla de Torishima es hoy uno de los pocos únicos lugares donde cría el albatros de cola corta, una de las aves marinas más amenazadas del planeta»
La isla de Torishima, en la que en 1841 acabó varada la lancha del adolescente Nakahama Manjirō y sus amigos, es hoy uno de los pocos únicos lugares donde cría el albatros de cola corta, una de las aves marinas más amenazadas del planeta.
Su envergadura alar es de más de dos metros. Su cabeza es amarilla. Su pico rosa parece esbozar una sonrisa. Se estima que sólo a lo largo de la vida de Manjirō, desde que él mismo se alimentó de algunas de estas aves para sobrevivir, se mataron por sus plumas cerca de 10 millones de ellos. Otra carnicería industrial propia de aquel tiempo, no muy diferente de la que sufrieron los bisontes en Norteamérica, o las ballenas en todos los mares del mundo. En 1933 aquellos albatros dejaron de verse. En 1949 se dio a su especie por extinguida.


Pero no era así. Cerca de 50 ejemplares inmaduros habían sobrevivido todo ese tiempo entre las olas del Pacífico, sin acercarse a tierra. Cuando les llegó la edad adulta (no crían antes de los 10 – 20 años), regresaron a Torishima. En 1954 una hembra puso el primer huevo de aquella nueva generación.
Hoy la isla de Torishima y su entorno son un santuario para las aves y los cetáceos. Los albatros de cola corta que allí crían (es su principal colonia) se recuperan lentamente de aquella situación límite. Casi 75 años después, su población todavía no llega a los 5.000 individuos. El Pacífico continúa albergando sus caminos de ida y vuelta entre ese lugar y Norteamérica. Los ornitólogos estudian cómo hacen para orientarse. Cómo navegan. Cuáles son sus rutas. Cuáles sus “Líneas del deseo” sobre mar.
¿Y las “Líneas de deseo” de las olas? Tras brotar cualquiera de ellas de, por ejemplo, un encuentro entre un golpe de brisa y un horizonte, ¿qué determinará sus rodeos y atajos, rumbo a la playa o los arrecifes donde terminará? ¿Sólo las corrientes, los vientos, la presencia de islas, o algo más, como el salto de una ballena, el reposo en ella de un albatros o la singladura de una embarcación?
Quizá esta sea del tipo de preguntas que sólo se pueden responder con el vientre. Una vez, eso sí, hayas aprendido a descifrar con él tus propios vaivenes, y los de tu especie. Si es que algo así es de verdad posible.