A propósito de su afición a leer mientras pasea, nuestro colaborador Antonio Sandoval nos invita a conocer la sorprendente historia de uno de los exploradores del Ártico menos conocidos, el afroamericano Matthew Henson. Por el camino escuchamos música de ragtime, conocemos en qué consiste la afición al Readwalking e incluso tenemos ocasión de disfrutar de una hilarante pieza de Les Luthiers
Entre las muchas lecturas que me han acompañado este verano en mis paseos por el extremo norte de la península… Un momento, debo explicar esto. Por un lado, llevo ya tres meses estudiando (como cada verano y otoño, desde hace años) el paso de aves marinas desde el cabo de Estaca de Bares, en el norte de la provincia de A Coruña. Por otro, es que me encanta pasear leyendo.
Sí: tal cual. Cojo un libro, salgo de casa y echo a andar a la vez que me zambullo en esas páginas, así estén llenas de aventuras, reflexiones, datos científicos o versos. Lo hago a primera hora de la mañana, desde antes de la salida del sol, mientras la carretera que en una media hora me lleva a mi puesto de observación permanece desierta de automóviles. Sin correr, por tanto, peligro alguno, como no sea el de perderme alguna marta, zorro o corzo de los que con frecuencia se me cruzan por el camino. Voy a un ritmo, ahora que lo pienso, acaso acompasado con el de la lectura que tenga en manos… De ahora en adelante, he de fijarme: ¿llevo una marcha diferente si me acompaña un denso ensayo de historia natural o una novela trepidante?
Sea como sea, he escrito al final del anterior párrafo que “Me encanta pasear leyendo”. Lo cierto es que, si tengo la suerte de acompañarme por un buen libro, avanzo en el crepúsculo matutino como un hechizado. Un hechizado absolutamente feliz. He investigado algo al respecto. Y resulta que esta afición mía no es tan extravagante como podría parecer. Y no lo digo por quienes leen a la vez que caminan sobre una cinta de correr en el gimnasio. O por quienes, absortos en una lectura, no la abandonan ni en el pasillo, para ir del sillón al baño. No, no. Me refiero a que hay más gente que pasea fuera de casa leyendo. En inglés le han puesto nombre: Readwalking. ¡Incluso existen manuales!
«Me encanta pasear leyendo. Cojo un libro, salgo de casa y echo a andar a la vez que me zambullo en esas páginas»
A lo que iba: entre las muchas lecturas que me están acompañando este verano en mis readwalks, he disfrutado de manera especial con una que tenía pendiente desde hace mucho tiempo: la novela Ragtime, del norteamericano E. L. Doctorow. Hace décadas vi la estupenda película que a partir de ella dirigió Milos Forman, en la que, por cierto, James Cagney se despedía del cine. Pero nunca, hasta estos días, me había decidido a leerla. Y no solo lo he pasado muy bien con ella, sino que, además, he descubierto en sus páginas bastantes cosas que desconocía. Por ejemplo, la historia del explorador Matthew Henson.
La novela Ragtime toma su título del conocido estilo musical norteamericano precursor del jazz, y popularizado sobre todo por las obras de Scott Joplin, que disfrutó de su máxima popularidad entre 1895 y 1919 (año de la primera película de Cagney); y que, según los expertos, es una derivación de ciertas formas de marcha o danza andada afroamericana. ¡La de veces que he silbado, caminando, el célebre Maple Leaf Rag de Joplin! Por cierto, que ningún aficionado a este género debería perderse la delirante versión de Les Luthiers del tema Papa Garland Had a Hat and a Jazz-Band and a Mat and Black Fat Cat, firmado por el delincuente y músico Wallace Hurricane Lexington.
A lo que estaba yendo, que ya está bien de digresiones: Matthew Henson. En cierto momento de Ragtime, uno de los protagonistas acompaña a los hombres de Robert Peary en la expedición ártica que, en 1909, podría haber sido la primera en alcanzar el Polo Norte (el presunto logro lleva desde entonces siendo objeto de controversia). Pues bien, de entre esos hombres, junto al impulsor de la hazaña, destaca sobre todo Henson. Es más: de ser cierta la conquista del grupo de Peary, habría sido él quien alcanzó primero el Polo.
Matthew Henson era afroamericano. Y mano derecha de Peary, desde que este le había encontrado trabajando en un comercio de Washington D.C. Para entonces, y con solo 21 años, ya había disfrutado de una vida repleta de aventuras, que había comenzado al enrolarse muy de niño en un velero en el que navegó por medio mundo, y de cuyo capitán aprendió infinidad de habilidades marineras. Cuando Peary le propuso acompañarle como asistente personal en una expedición a América central, no lo dudó. Comenzó así una sociedad que incluyó 18 años de exploración del Ártico.


Peary era el rostro público y el recaudador de cada empresa que abordaban. Henson, el técnico de campo, capaz de hablar con fluidez el inuit y de aprender cada una de las estrategias viajeras de supervivencia de aquellas gentes de ojos rasgados y negros cabellos: adiestramiento y cuidado de perros, construcción de trineos, abrigos e iglús, caza de buey almizclero… “Era más esquimal que algunos de ellos”. Llegó a afirmar Peary sobre él. Los inuit llamaban a Henson El amable.
En su definitiva expedición en busca del Polo ambos tenían ya 40 años. Su caminata, en constante lectura de las grietas que encontraban entre el hielo, los avisos de la cambiante atmósfera o las huellas de los animales salvajes, discurrió a temperaturas que alcanzaron los 65º bajo cero.
A Peary se le hicieron muy duras las últimas 170 millas. A Henson, no tanto. Cuando ambos, en compañía de cuatro inuits, llegaron a donde consideraban que estaría el Polo, a más de 413 millas náuticas de la costa norte de Groenlandia, Henson fue enviado por su compañero, quien tenía los pies casi helados, a explorar entre la niebla. Pero apenas se veía nada. Decidió retirarse a su iglú a esperar que regresara el Sol. Cuando por fin clareó, y pudieron salir a tomar las medidas oportunas, y decidieron con satisfacción que habían alcanzado su objetivo, e izar la bandera, Henson descubrió que horas antes “Yo estaba a la cabeza del grupo que había sobrepasado la marca, un par de millas. Pude ver que mis huellas fueron las primeras en el lugar”: así lo declaró en una entrevista posterior. Desde aquel mismo instante, su relación con Peary cambió por completo.


Peary querría haber sido el primero. Ya era imposible. A su regreso, la prensa se dio cuenta de aquel desencuentro; y decidió, probablemente sin cuestionárselo, que el éxito de la empresa no podía ser cosa de un afroamericano. Que Henson solo podía figurar como el fiel compañero del verdadero héroe, el blanco Peary. Así se escribió desde entonces aquella hazaña, durante décadas.
«Solo en 1937 comenzó Matthew Henson a recibir la atención pública e institucional que merecía»
La vuelta a casa de Henson fue definitiva. Ya nunca volvió a correr aventuras. Theodore Roosevelt, quien había sido siempre un gran apoyo a sus expediciones árticas con Peary, y cuya presidencia llegó a su fin precisamente en 1909, le consiguió un puesto de trabajo administrativo en las aduanas del estado de Nueva York. Permanecería allí tres décadas. Fue honrado por la comunidad afroamericana. Escribió un par de libros sobre sus aventuras. Solo en 1937 comenzó a recibir la atención pública e institucional que merecía. Se le nombró miembro honorario de una asociación de exploradores. El Congreso de su país le concedió una medalla. Fue invitado a la Casa Blanca. Falleció en 1955. A finales de ese siglo, se puso su nombre a un buque oceanográfico. Este invierno pasado, se decidió bautizar como Henson un cráter en el Polo Sur de la Luna.
Mis lecturas andantes por el cabo de Estaca de Bares, el más septentrional de Iberia, me convierte cada mañana en la persona que pasea, y con rumbo norte, más al norte que cualquier otra de España. Es en lo único en que puedo aspirar a parecerme a aquellos seis héroes: los cuatro inuit, Peary y Henson. Jamás podría haber soñado con una expedición al Ártico. Hace tiempo me diagnosticaron alergia al frío. En aquellas regiones heladas lo pasaría peor que mal. Con todo, también yo, con mi libro en las manos y mis prismáticos del cuello, parto cada alba de mi casa hacia el Norte en busca de un Polo. Así sean un libro o un momento lector muy especial, o una jornada o una observación ornitológicas inolvidables. Solo de vez en cuando alcanzo estos hitos, e izo en ellos la bandera de mi más absoluta dicha. Horas después, regreso a mi casa. En esas ocasiones, camino silbando tan contento cualquier melodía andante.
