Antonio Sandoval vuelve a El Ágora, a su rincón ‘En el fondo’, esta vez para invitarnos a pasear bajo la lluvia y mirar los pájaros. Para aquietar algunas de nuestras preocupaciones con el bálsamo de sus siluetas, sus movimientos, sus colores, sus reclamos
Como gran aficionado a los transportes públicos, acostumbro a olvidar en ellos mis paraguas.
Me sucede estos días en los que chubascos y claros se suceden como si se jugara en el cielo una partida de damas. Subo al autobús, pliego y coloco el paraguas a mis pies, abro el libro que me acompaña, lo cierro cuando llego a mi parada, en ese momento soleada, bajo tan contento y solo me doy cuenta de mi error cuando poco después vuelve a llover.
Es lo que me acaba de suceder.
Lo más urgente es salvar el papel, antes incluso que maldecir el despiste. Lo guardo en la mochila con urgencia, junto a mis prismáticos.
Mi intención era aliviarme un rato mirando pájaros en este parque litoral. Pero la lluvia es gruesa, densa, intensa, mucho más exagerada que diligente. Decido abortar mi paseo y acudir a una cafetería para seguir leyendo. Echo a andar con prisa, buscando desde mi capucha, en la acera opuesta, dónde tomar algo caliente hasta que pase, en un rato, el siguiente autobús de regreso a casa.
Qué fastidio. Hoy necesitaba a los pájaros para aquietar algunas preocupaciones con el bálsamo de sus siluetas, sus movimientos, sus colores, sus reclamos. Con su vitalidad. También con la mía, rescatada cada vez que los miro.
Pero es que llueve. Mucho.
Los pájaros se pueden mirar de infinidad de maneras, me digo, como si me invitara a recapacitar. Cuanto más los miras, más te descubres capaz de observarlos, contemplarlos, estudiarlos o escucharlos de formas muy diferentes. También bajo la lluvia. ¿No basta acaso con necesitarlo? Aparecen tras un seto, o volando ante ti, o echan a cantar, y tu atención se va tras ellos. Como si se despistara.
Luego vuelves a tus cosas. O a otras. O a ninguna. Depende. Ero de Armenteira, durante un paseo por un bosque junto al monasterio que había fundado en esa localidad de Pontevedra, quedó tan cautivado por la voz de un pajarillo que decidió detenerse a escucharlo. Lo cuenta Alfonso X el Sabio en una de sus más célebres Cantigas de Santa María. Cuando tras ese rato tan agradable regresó a su cenobio, lo encontró muy cambiado: habían pasado más de trescientos años.
Otros relatos medievales europeos narran historias parecidas. Alguna de ellas debió conocer en el S. XIX el poeta norteamericano Henry Wadsworth Longfellow, quien compuso un poema sobre el mismo tema pocos años antes de publicar su célebre Canción de Hiawatha, cuya hermosa introducción revela cómo se conoció la historia del indio ojibwa protagonista:
“¡En los nidos de las aves del bosque, en las cabañas de los castores, en las huellas de los bisontes, en los hogares de las águilas! Todas las aves salvajes se la cantaron…”.
Cómo llueve. En fin. Menos mal que hay libros. Y cafeterías. Apuro aún más el paso.
Me detengo. A unos metros, entre la hierba, un mirlo permanece tan quieto como un ideograma de sí mismo. Aguardo. Allá va. Con unos pasos veloces, se abalanza a por una lombriz que extrae del suelo de un firme tirón de su pico amarillo. A continuación, con ese gesto casi pericial que exhiben algunos gastrónomos televisivos, la devora sin prisa.


Me descubro reparando en cómo resbalan las gotas por su plumaje negro. Negro paraguas. Como si lo acariciaran.
Yo soy todo ruido. Las gotas golpean la lona sintética de mi chubasquero marcando un aviso salmodiado sin compás alguno: “¡Si-no-te-apuras-vas-a-terminar-empapado!”. Pero es que se me ha cruzado un mirlo.
Vuelvo a abrir la mochila. Desde su interior, los prismáticos me miran suplicantes con sus dos ojos grandes, redondos, oscuros. Solo les falta mover la cola y ladear un poco la cabeza para convencerme de que los saque aunque sea solo un rato, un ratito de nada, un visto y no visto.
Venga, va. Me los cuelgo del cuello, suspendo la busca de la cafetería y me interno en el parque, hacia el mar, por una senda desierta. Como pillados in fraganti en plena gamberrada, una pandilla de estorninos rompe a volar cuando paso a su lado.
Al alcanzar la barandilla del paseo marítimo, busco entre las rocas a los vuelvepiedras que suelen concentrarse a descansar en esta zona con motivo de la pleamar. Más allá, el diluvio pule los volúmenes de las olas más próximas y difumina en gris las distantes.


Ahí están. Son un par de decenas. Casi redondos, de plumaje blanco, marrón y negro y patas color mandarina. Cada uno de ellos cabría en el cuenco de mi mano. Duermen indiferentes a la lluvia, con las cabezas dobladas hacia sus espaldas, como los satisfechos y exclusivos clientes de un balneario de aguas demasiado frías para el resto de los mortales. Algunos han nacido muy al norte de Canadá, en tundras donde hay lobos blancos y osos polares. Regresan a anidar allí cada primavera. Encuentran su alimento volviendo guijarros árticos para buscar bajo ellos pequeños invertebrados.
Retiro con un pañuelito el agua que se ha acumulado en los oculares de mis prismáticos y a través de ellos contemplo a esos vuelvepiedras con una obstinación que se me antoja ya casi heroica. La lluvia resbala por mis manos y se me cuela mangas adentro, rumbo a mis codos. Mis pantalones comienzan a adquirir ese tacto como de alga que, con frialdad administrativa, notifica un arrepentimiento futuro.
Pero, ¿qué es, ahora mismo, el futuro? Es más: ¿no había venido yo hoy aquí a empaparme, a bañar y enjuagar mi mirada con este tipo de presente que, aunque se pase volando, se queda como una cura que aplaca las heridas más feas del ánimo?


Mi cuerpo me responde con un escalofrío, que interpreto de inmediato como una ratificación enérgica de lo que sea que me intento convencer.
Justo entonces comienza a escampar. Poco antes de cesar, lo que queda de lluvia adquiere una cadencia conciliadora, acompasada con el gradual aumento de la luz.
Cuando el sol por fin acaricia mi espalda, todavía no me he retirado los prismáticos de los ojos.
Algunos de los vuelvepiedras levantan la cabeza, se sacuden el agua de las plumas y examinan la base de las rocas para saber si la marea ha comenzado a bajar lo suficiente como para acudir allí en busca de comida.
Me retiro la capucha, me sacudo yo también los brazos, miro la hora y el cielo, advierto la inmediatez de un nuevo chubasco y resuelvo regresar a casa ya mismo, en el autobús que está a punto de pasar.
Otra vez levanto a los estorninos. El mirlo sigue donde lo vi antes. El autobús llega casi al mismo tiempo que yo. Compruebo al pagar que el conductor es el mismo que antes. O sea, que me he montado en el mismo vehículo que me trajo. Acudo al asiento que ocupé hace un rato.
Aquí sigue mi paraguas, en el suelo. Me siento y lo dejo entre mis pies.
Ya lo recogeré al llegar.