La sección de «El Ágora» dedicada a la cultura y la creación en torno al agua lleva por nombre «La mirada del agua», y en ella contribuyen columnistas que ofrecen su visión del líquido elemento desde la perspectiva de las letras, los medios audiovisuales o las bellas artes. A partir de hoy comienza a escribir en nuestro diario Julián H. Miranda, periodista especializado en cultura y artes plásticas. Su espacio lleva por nombre Marca de Agua, y en él escribirá de forma periódica sobre cómo la pintura, la escultura y otras disciplinas figurativas han representado el agua a lo largo de los siglos
En su interesante libro H2O. Una biografía del agua (Turner Ediciones y FCE), el escritor y divulgador británico Philip Ball se planteaba el reto de narrar la vida del agua y lo hacía construyendo un apasionante relato de uno de los elementos esenciales de la vida, que ya fue considerado en la antigüedad griega uno de los cuatro elementos aristotélicos junto a la tierra, el aire y el fuego. Incluso según el principio unificador de Tales de Mileto el agua era el único elemento en virtud de su capacidad, aparentemente única en aquel entonces, de adoptar los estados sólido, líquido y gaseoso de la materia. Además de su importancia para la vida humana, el agua ha sido desde hace milenios una fuente de fascinación y misterio, y ha tenido un influjo tremendo en las bellas artes y en las artes visuales.
El nombre de esta columna lo he tomado prestado de un libro deslumbrante del Premio Nobel de Literatura de 1987, Joseph Brodsky, poeta y ensayista ruso nacido en San Petersburgo en 1940, que se exilió en 1972 y murió en Nueva York en 1996. En esta narración de ensoñación, claramente autobiográfica, de numerosos viajes en invierno a la Serenissima, reflexiona en la ciudad del agua sobre el lento discurrir de la vida humana, llena de matices y controversias.
En Marca de agua (Siruela), Brodsky nos habla de la importancia del ojo, porque éste nunca se ve a sí mismo, salvo en un espejo, pero tiene capacidad para captar la belleza y sentirse atraído por ella, “la natural y la que es obra del hombre” y, como muchos pintores, el escritor ruso se siente atraído por el agua: “Sus pliegues, arrugas y remolinos”. Y por último, ahonda en una idea que vertebra la narración: “El agua es igual al tiempo y proporciona un doble a la belleza. Hechos en gran parte de agua, nosotros servimos a la belleza de la misma forma. Al rozar el agua esta ciudad [Venecia] mejora la imagen del tiempo, embellece el futuro”.
Como recoge Philip Ball en otro libro riguroso y ameno, La invención del color, también editado por Turner, el arte occidental desde la antigüedad a la abstracción se ha caracterizado por plasmar las formas de la naturaleza de un modo representativo. Y esa voluntad de representación ha conllevado en muchas ocasiones una vertiente filosófica y en ocasiones metafísica. En numerosas de esas composiciones pictóricas el agua ha tenido una influencia decisiva en las escenas representadas.
Ball además recoge una idea del historiador Anthea Callen sobre la técnica de los impresionistas que enlaza con la importancia del agua en las artes visuales: “Toda obra de arte está determinada en primer lugar por los materiales que el artista pueda disponer y por su habilidad para manipular esos materiales”, dada la importancia del líquido elemento en las artes visuales de Occidente y Oriente en numerosas disciplinas como la pintura, la arquitectura, la fotografía, las artes decorativas, el vídeoarte o el cine.
En los museos y colecciones particulares de todo el mundo cuelgan hoy pinturas, esculturas, artes decorativas, vídeocreaciones y fotografías, disciplinas en las que se ha expresado la voluntad de reflejar el agua de un modo simbólico, tanto en las colecciones permanentes como en las exhibiciones temporales que pueden admirarse en numerosos centros de arte. El agua está presente en muchas de esas composiciones plásticas o videográficas, y hoy recuerdo algunos de los mejores vídeos de Bill Viola (1951), al que el Museo Guggenheim Bilbao dedicó una gran retrospectiva hace un par de años, que incluía la fuerza del agua en creaciones como La Ascensión de Tristán o en Los soñadores, pero también la falta de ella en imágenes de varios personajes caminando por el desierto y la ausencia de agua en ese medio, lo que refrenda la importancia que tiene en la representación del natural.
A lo largo de la historia del arte encontramos obras en las que el agua adquiere relevancia, sugiere misterio o simplemente forma parte de escenas humanas complejas. Pintores clásicos como Carpaccio, Giorgione y su Tempestad, Lucas Cranach, El Bosco, Tintoretto, Durero, Brueghel el Viejo, Vermeer de Delft o Turner, y más recientes como Monet, Sorolla, Derain, Picasso, Dalí, Lichtenstein o Hockney, por citar algunos más contemporáneos, han fijado en nuestra retina el mar, los ríos, los lagos, los arroyos, las piscinas o escenas domésticas en las que está presente el agua, con una variedad de cromatismos desde la luz del norte a la del sur.
Las escuelas pictóricas europeas, sobre todo la flamenca y holandesa, pero también la italiana y la española, sin olvidar los paisajes de Claudio de Lorena y de Vernet, entre otros, han sabido definir un estilo propio para representar el líquido elemento en su iconografía. Sin pretender hacer una selección de cientos de cuadros presentes en los principales museos españoles he querido ceñirme a cuatro de ellos: el Museo del Prado, que está celebrando su bicentenario, el Museo Thyssen-Bornemisza, el Reina Sofía y el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que atesoran obras maestras de pintores de estas escuelas y he elegido para comentar brevemente cuatro óleos por su simbología: uno del Taller de Jan Van Eyck, un Canaletto, un Paret y una composición de Picasso.


El primero de ellos, propiedad del Museo del Prado, es un óleo sobre tabla titulado La fuente de la Gracia, pintado hacia 1440-1445, basado en el políptico de los hermanos van Eych en la catedral de San Bavón de Gante. En la parte superior vemos a Cristo en el trono, entre la Virgen y san Juan Evangelista, con el cordero a los pies, y desde ahí surge un manantial, que simboliza cómo manan las Sagradas Formas, confiriendo a la composición un significado eucarístico al convertir el líquido elemento en el símbolo de la Gracia.


Giovanni Antonio Canal, más conocido como Canaletto fue uno de los grandes vedutistas del siglo XVIII y supo fijar como un topógrafo las vistas urbanas de Venecia. Hay un cuadro en el Museo Thyssen, El Gran Canal, desde San Vío, pintado hacia 1723-1724, que subraya sus dotes para encuadrar la composición, su precisión con el dibujo y una minuciosa capacidad para crear atmósferas de un claro diálogo entre las fachadas de los palacios e iglesias venecianas con el agua de la laguna, en ese juego de reflejos que sin el agua no serían posibles.


Esa misma topografía la consiguió un pintor español como Luis Paret y Alcázar en la serie de vistas de los puertos del Cantábrico que realizó entre 1779 y 1786 por encargo de Carlos III. He querido detener la mirada en Vista de El Arenal de Bilbao, un óleo pintado en 1783-1784, que hoy puede verse en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, gracias a un depósito de la Diputación Foral de Vizcaya, que representa a estibadores y comerciantes, dando todo el protagonismo a la ría del Nervión, porque al lado del agua está la vida. Paret creó un delicado ambiente, en el que predominan los ocres y verdes y que confieren un equilibrio compositivo.


Por último, un óleo sobre lienzo de Pablo Picasso, Figuras al borde del mar, de 1931, de la Colección del Museo Reina Sofía, que tiene un concepto escultórico porque en ese período el genio de Málaga quería realizar esculturas a escala monumental. En este caso late lo femenino al plasmar dos cabezas que se besan, apoyadas sobre una pequeña construcción, con el mar Mediterráneo al fondo en ese azul tan característico que utilizó Picasso a comienzos de la década de los años 30 del siglo pasado.
En los próximos artículos de esta columna iremos abordando la importancia del agua en las diferentes disciplinas artísticas.
