En esta época dar un paseo por el bosque se convierte en pura poesía. Los colores, los aromas, los sonidos de un espacio lleno de vida… El divulgador ambiental José Luis Gallego nos lleva a dar una caminata por un bosque otoñal para recuperar la esperanza que nos falta en estos días
Quienes amamos la naturaleza y nos sentimos pertenecientes a ella por encima de cualquier otra pertenencia no podemos dejar de mirar hacia los árboles en estos días. Tiene el otoño en el bosque algo de mágico, de telúrico, hasta el punto de que a poco que uno sea receptivo no puede evitar caer en su hechizo.
Una tarde de octubre en la profundidad de una arboleda, acaso en una chopera junto al Duero, mientras las hojas doradas filtraban el sol y el cielo fundía a morado, fue la que debió hechizar a Antonio Machado para escribir sus famosos versos: “Tengo dentro de un herbario una tarde disecada, lila, violeta y dorada. Caprichos de solitario.”
Como el poeta, yo también tengo otoñadas memorables guardadas en el alma. Olmedas de la Alcarria, junto al cauce de ríos de agua mineral. Saucedas, alamedas, alisios y fresnedas del Riaza y del Duratón. Castañares extremeños y gallegos, nogueras del Pirineo. Y por supuesto hayedos a los que el otoño convierte en museos de arte al aire libre, como los de Irati, la Tejera Negra, Ordesa, Montejo de la Sierra o el Montseny. Pasearlos en estos días es abonarse a la maravilla.


Pasear por el bosque, como escribió Charles Darwin, es uno de los mejores ejercicios a los que puede entregarse el ser humano. El naturalista inglés dedicó gran parte de su vida a caminar por las arboledas y bajo sus sombras hilvanó buena parte de las reflexiones que le llevarían a redactar, junto a Wallace, la que muchos consideramos la obra más importante de la historia de la humanidad.
El alejamiento del bosque está detrás de buena parte de los males que nos aquejan como individuos y como sociedad. Por eso quiero señalar la urgente necesidad, en estos tiempos de crispación y abatimiento ante tanta mediocridad y tan poco talento, de regresar a él.
Hay que acudir más a menudo al bosque, no solo para sanar el cuerpo y la mente, sino para sosegar el clima social que nos envuelve y recobrar la esperanza, poner en valor la convivencia y el apoyo mutuo, anotar los beneficios de la simbiosis con la naturaleza y recuperar el sentido de comunidad, de especie, de tribu.
Emboscarnos para curarnos. También. Son tantas las evidencias científicas que demuestran el poder curativo del contacto con el bosque que en algunos países como Noruega o Japón los médicos están empezando a recetar paseos por las arboledas como complemento a los tratamientos tradicionales para recuperar la salud, especialmente en tiempos de desasosiego y angustia como los que estamos atravesando con la pandemia.
No me refiero al poder curativo de los árboles, del que encontraremos claras evidencias en los tratados de farmacología, sino del poder de sanación que tiene “estar en” el bosque. Del bienestar que sentimos cuando nos sumergimos en una arboleda y nos integramos en la rica biodiversidad que nos acoge, que nos abraza y nos hace sentir bien y en compañía.
Los japoneses recurren a los llamados “baños de bosque” (Shinrin-Yoku) como remedio natural contra la ansiedad y el estrés. Y el método de la terapia no puede ser más simple. Basta con sentir el aliento del bosque, aspirarlo profundamente y hermanarse con el árbol para ser arboleda.
Enraizar, empaparse de sombras, sumar nuestro organismo al de los otros para unirnos a la comunidad del bosque y sentir su protección y adquirir su sabiduría.
Porque, otra cosa de la que hablaré en este rincón de El Ágora en futuras entregas, es que el bosque es, esencialmente, cultura.