La triste crisis sanitaria que estamos viviendo nos ha hecho recuperar un privilegio que habíamos perdido hace tiempo: el silencio. El exceso de ruido volverá con la ansiada normalidad pero no debemos olvidar que la tranquilidad que otorga el silencio también es nuestro derecho
Una de las experiencias más sorprendentes de estas largas semanas de confinamiento por la epidemia de la COVID-19 está siendo la ausencia de ruido de las calles.
Abrir la ventana en el centro de una gran ciudad sin sufrir el ensordecedor ruido de los coches, el de las obras de la calle, las terrazas de los bares o cualquier otra causa de contaminación acústica, es uno de los efímeros privilegios que desaparecerán con la vuelta a la normalidad.
Porque en este país lo “normal” es que en nuestras ciudades haya ruido: mucho ruido.
Además de robarnos uno de los principales derechos humanos no reconocidos aún, el derecho al silencio, el ruido es una amenaza directa a nuestra salud. Y no me refiero a la grave pérdida auditiva que padecen quienes habitan las zonas más ruidosas de las ciudades, una pérdida progresiva e irreversible que puede abocar incluso a la sordera, sino a riesgos para nuestro organismo aún mayores.
Los médicos alertan que más allá del daño que causa al sistema auditivo, la exposición constante al ruido puede producir daños cardiovasculares, problemas de hipertensión y alteraciones crónicas del comportamiento. Algunos estudios señalan que la exposición continuada al ruido de alta intensidad incrementa notablemente el riesgo de sufrir un infarto debido al estrés que causa al organismo.
Para concienciar a la población sobre esta amenaza directa a nuestra salud y la del medio ambiente, cada último miércoles del mes de abril se celebra el Día Internacional de Concienciación sobre el Ruido, cuyos principales propósitos según la Sociedad Española de Acústica son promover a nivel internacional el cuidado del ambiente acústico, la conservación de la audición y la concienciación sobre las molestias y daños que generan los ruidos.


Como señala esta organización, la lucha contra el ruido precisa tanto la colaboración ciudadana como una implicación mucho más decidida y eficaz de las administraciones competentes, especialmente las del ámbito local, mediante una legislación y unas normativas mucho más ajustadas a la grave amenaza que supone.
Ahora que afrontamos el calendario de desescalada que nos debe llevar a lo que el propio Gobierno ha dado en llamar “nueva normalidad”, es importante que otorguemos al problema de la contaminación acústica la relevancia que tiene para, en lugar de aceptarlo como una carga añadida, una especie de tributo asociado al hecho de vivir en una ciudad, lo afrontemos de una vez por todas con la seriedad y el rigor que merece, intentando prolongar esa especie de espejismo urbano que nos ha concedido su ausencia durante estas semanas de confinamiento.
«El silencio ha sido a lo largo de la historia nuestro mejor aliado en la conquista de la sabiduría y el conocimiento»
No se trata de mantener la inactividad para preservar el derecho al silencio. Nadie está pidiendo que a partir de ahora dejemos de circular por las ciudades, de trabajar en su mantenimiento o disfrutar de las terrazas de los bares. Lo sensato y oportuno es dar al silencio, a ese privilegio del que disfrutamos durante este estado de alerta que ojalá nunca se hubiera tenido que decretar, la relevancia que merece e intentar preservarlo.
El silencio ha sido a lo largo de la historia nuestro mejor aliado en la conquista de la sabiduría y el conocimiento, y ahora que lo hemos recuperado somos muchos los que nos preguntamos cómo hemos sido tan estúpidos de apartarlo de nuestro lado.
Muchos sociólogos coinciden en que buena parte de los males que nos venían aquejando hasta ahora, como el ultraindividualismo, el fanatismo, la falta de solidaridad o la desafección por el otro, se veían estimulados por ese entorno ruidosamente insufrible en el que estábamos sumergidos como ciudadanos.
Esperemos que, una vez superado el impacto emocional y el dolor ante el elevado número de personas fallecidas durante la epidemia provocada por la COVID-19, seamos capaces de instaurar una normalidad más serena y acústicamente confortable, es decir: mucho menos ruidosa. Un nuevo modelo de convivencia en el que incorporemos como valor social el respeto al silencio.