Aprovechando la exposición que dedica el Museo Thyssen-Bornemisza a la figura del pintor surrealista belga René Magritte, nuestro especialista en arte Julián H. Miranda repasa su trayectoria prestando especial atención a las conexiones de sus obras con la naturaleza y el agua
La figura de René Magritte (1898-1967), pintor surrealista belga se ha ido agigantando con el tiempo al comprobar cómo en la historia del arte del siglo XX siguen llamando la atención su ingenio y sus composiciones audaces, llenas de imágenes provocativas, que invitan a la reflexión del que contempla sus representaciones que llegan a cuestionar en muchas ocasiones la realidad preconcebida que todos tenemos. Casi toda su trayectoria supone un cuestionamiento sobre la pintura misma porque él mismo llegó a definirla como un arte de pensar y eso tiene un rasgo diferenciador a pesar de repetir a veces los mismos temas, con ligeras variaciones, nos abre el acceso a nuevos descubrimientos.


Su obra no está muy presente en las colecciones de arte españolas. Ahora el Museo Thyssen-Bornemisza, con la colaboración de la Fundación ‘la Caixa’, presenta hasta el 30 de enero La Máquina Magritte, para después viajar a Barcelona donde se exhibirá en Caixaforum del 26 de febrero hasta el 5 de junio de 2022. Resulta muy oportuna esta exposición, comisariada por Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen, porque hasta ahora sólo se habían organizado en nuestro país dos exposiciones relevantes, una que tuvo lugar en la Fundación Juan March hace 32 años y la última en la Fundación Miró de Barcelona hace 23 años. Ahora los aficionados al arte pueden realizar un viaje fascinante a través de esa máquina metapictórica que generó el artista belga en torno a una serie de temas recurrentes en su obra, donde junto a esos hombres con bombín, los cielos surcados por pájaros, su pipa y esas mujeres solitarias, entre otros, el elemento agua tiene una importancia en sus composiciones.


Hubo un hecho en su biografía que marcó su infancia y algunas de sus representaciones pictóricas: el suicidio de su madre en 1912. Tras varios intentos de suicidio cuando Magritte tenía 14 años se encontró el cuerpo de su madre en el río Sambre ahogada, tenía la cara cubierta por el camisón. Tal vez se tapó la cara para no ver la muerte tan cerca, o quizá fueron los remolinos del río los que terminaron de fijar esa escena en Magritte. Muy probablemente ese hallazgo provocó un efecto traumático en el pintor porque esa iconografía de la cabeza cubierta sería algo recurrente en muchas de sus obras, aunque puede que también le influyera una fotografía de su admirado Man Ray, El enigma de Isidore Ducasse, tomada en 1920.
De las 95 obras que conforman la exposición del Museo Thyssen hay más de una veintena donde el agua ocupa un lugar relevante en esas composiciones, ya sean paisajes o retratos de hombres, mujeres, pájaros o barcos a los que el elemento líquido aporta un matiz importante en un autor riguroso, con un lenguaje depurado, que en ocasiones tiende al delirio pero que siempre alertaba de las trampas de las imágenes como ocurría con su famosa obra Esto no es una pipa, que aludía a que la pipa no estaba sino solo su representación.


El comisario de La máquina Magritte ha estructurado la exposición en siete ámbitos: Los poderes del mago, Imagen y palabra, Figura y fondo, Cuadros y ventana, Rostro y máscara, Mimetismo y Megalomanía. Y resulta muy pertinente ese enfoque porque el pintor belga hizo una reflexión sobre su producción como creador: “Desde mi primera exposición, en 1926, (…) he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor”.
Lo metapictórico le sirvió a Magritte para dinamizar nuevas ideas y pensamientos visibles. Y por ello no dudó en usar variados recursos: la ventana, el espejo, la figura de espaldas, e cuadro dentro del cuadro, por citar algunos, con el objetivo de proyectar estímulos de incertidumbre para quien contemplara sus obras. Introducía en ellas elementos reales con otros fruto de su imaginación como en Tentativa de lo imposible (1928), donde él estaba pintando a una mujer desnuda presente en su psiquis y por ello suspendida entre la existencia y la nada.


El cuarto ámbito, Cuadro y ventana, no deja de ser una exploración de las posibilidades que ofrece el cuadro dentro del cuadro, un motivo metapictórico frecuente, donde el agua confiere profundidad a sus pinturas. Y así se constata en Profundidades de la tierra (1930), una descomposición del paisaje a modo de puzzle, en La bella cautiva (1931) donde el mar equilibra la línea del horizonte, en La llave de los campos (1936) en la que Magritte nos hace dudar de si estamos viendo lo que creemos ver y donde el mar está levemente sugerido distinguiéndose del cielo; y en Los escenarios de un santo (1960) de atmósfera teatral.


En Rostro y máscara, tal vez por lo mencionado antes del suicidio de su madre o por la influencia de Man Ray hay varias obras de Magritte donde suprime el rostro en la figura humana o bien las sitúa de espaldas algo que recuerda a los pintores románticos alemanes, confiriendo misterio como también ocurría con algunas pinturas de Giorgio de Chirico. En una pintura de 1936, Ejercicios espirituales, representa una mujer desnuda con los rasgos del rostro ocultados y al fondo un barco surcando el mar para atraer la mirada del espectador en esta escena paradójica; mientras en La raza blanca (1937) y en Sheherezade (1950) sintetiza el cuerpo femenino en dos rincones de playa para involucrarnos en ese enigma de la representación.


Uno de los rasgos que exploró Magritte en sus obras fue el mimetismo, a través de obras tan rotundas como La magia negra (1934), con esa mujer desnuda apoyándose en una roca, con un pájaro que nos dificulta ver su rostro y detrás un horizonte de mar y cielo en una medida gama de azules; y en El sueño (1945), similar composición con la sombra de la mujer proyectada en un muro y al fondo un mar calmo. Hay tres obras en las que aves gigantes en diferentes modos de vuelo concentran la mirada: La gran familia (1963), El pájaro de cielo (1966) y El regreso (1940), donde se mimetizan con las nubes y las olas del mar o se sugiere el agua. Y por último una obra, de la que Magritte hizo cuatro versiones, El seductor (1950-1953), en la que contorneó un velero estereotipado, relleno de color y de la textura de las olas, como si fuera una especie de buque fantasma apenas visible o perceptible porque como él mismo dijo: “representa el agua que tiene las formas de un barco sobre el mar”.


Y ya finalizando el recorrido, se introduce el concepto de Megalomanía en su obra y de cómo Magritte usó el cambio de escala como un movimiento antimimético para extraer el objeto de su entorno habitual y proyectarlo fuera de contexto. Desde La habitación de escucha (1958) y El aniversario (1959), al introducir en una habitación una manzana y una piedra gigante, respectivamente con esa ventana a la izquierda donde se intuye el mar hasta Un mundo despierto (1963), con ecos de Giotto, La llamada al orden (hacia 1955), Los orígenes del lenguaje (1955) o El mundo familiar (1958) con esas sugestivas imágenes de piedra como menhires al lado o en medio del mar, pasando por dos obras como Delirios de grandeza II, (1948), y Las profundidades del placer (1947), de similar composición con un aire nocturno, que en el primer caso descompone el torso escultórico femenino en tres partes huecas mientras en la segunda muestra a una mujer en un balcón con medio cuerpo desnudo, bebiendo una copa mientras observa el reflejo de la luna en el agua del mar y con su mano izquierda se apoya en una especie muro. Son dos pinturas a las que Magritte dotó de un aire perturbador como en muchas de sus obras.


