Las áreas urbanas y las personas no han sido los únicos modelos de los objetivos de las cámaras. Casi desde el nacimiento de la fotografía, Fernando Fueyo y Bernabé Moya nos cuentan cómo grandes nombres decidieron mostrar al mundo a través de la fotografía la historia de árboles singulares que en muchos casos acabaron desapareciendo por la negligencia humana
¡Mon cor estima un arbre! Mes vell que l’olivera,
més poderós que’l roure, mes vert que’l taronjer.
Conserva de ses fulles l’eterna primavera
y lluyta ab les ventades qu’atupan la ribera,
Que cruxen lo terrer.
Miquel Costa i Llobera (1854 – 1922)


Pocas cosas hay más reveladoras que un buen retrato. El premio Nobel de Literatura galo, Anatole France, autor de Los dioses tienen sed y La rebelión de los ángeles, obras de gran profundidad psicológica y social sobre la condición humana, afirmaba que “un buen retrato es una biografía pintada”. Un trabajo de síntesis que ha de reflejar de forma pictórica, escultórica o fotográfica la historia de vida de una persona.
Centrándonos en la fotografía, el fruto más delicioso de una portentosa conjunción a mitad de camino entre el enigma y el asombro, en el que se fija la inasible luz, se detiene el tiempo e inmortaliza el instante. El arte y la magia de capturar imágenes es, ante todo, el triunfo glorioso de la ciencia gracias a los avances en los conocimientos de la física, es decir de la óptica y las lentes, y la química, a través de los procesos de fijado y revelado de la luz en soportes fotosensibles, a lo largo de los siglos XVIII y XIX.
Dejando a un lado los retratos de personas, la generalización del uso de la fotografía a partir del siglo XIX -como nueva forma de expresión y comunicación global-, ha venido a evidenciar nuestra conflictiva relación con la naturaleza, los árboles y los bosques. El incontable número de imágenes capturadas constituye el compendio más extenso de la historia de la humanidad en el que, de forma incuestionable, se muestra la transformación del paisaje. Certezas en blanco y negro que nos permiten conocer tanto el magnífico esplendor al que se puede aspirar como la deteriorada situación actual.
La fotografía más antigua conservada, Punto de vista tomado desde la ventana de Le Gras, capturada en el verano de 1826, por el químico e inventor aficionado Joseph Nicéphore Niépce desde la ventana de su casa campestre en la borgoña francesa, necesitó de ocho horas de exposición. Un extraordinario avance, que tras haber transcurrido casi dos siglos nos permite “inmortalizar” cada momento de nuestras vidas. Y lo más importante, al menos para este relato, que en esta primera fotografía aparece en la parte superior izquierda la extensa y voluminosa copa aovada de un “viejo” peral. Cuestión que lo convierte en el primer ser vivo en ser fijado en una placa de peltre.


Los franceses Joseph Niépce y Louis-Jaques-Madé Daguerre, junto con el inglés Willian Henry Fox Talbot, han pasado a la historia como los inventores de la fotografía al ser capaces de fijar de forma permanente la luz reflejada por los objetos. Hasta entonces, pocas personas más, además de los pintores, ceramistas y escultores eran capaces de representar la belleza del mundo.
Louis Daguerre, un artista especializado en pinturas panorámicas, transparencias, iluminaciones, ilusiones ópticas y decorados para el teatro y la ópera, fue el inventor del daguerrotipo. Una técnica novedosa que permitía fijar las imágenes sobre una placa de cobre plateada pulida tras revelarla con vapores de mercurio. El célebre daguerrotipo Boulevard du Temple, tomado en Paris en el año 1838, es una de las primeras ocasiones en las que aparecen dos personas: un limpiabotas y su cliente.


Al parecer se necesitaron entre ocho y quince minutos de exposición, por lo que el resto de los viandantes que circulaban presurosos desaparecieron de la imagen. Ya lo dice la sabiduría popular, el que se mueve no sale en la foto. Y como no podía ser de otra forma en un boulevard francés, aparece una alineación de árboles flanqueando la avenida, algunos recién plantados y otros de buen porte. La técnica del daguerrotipo permitió popularizar el retrato, aunque no realizar copias, llegándose a ejecutar en la Ciudad de la Luz más de medio millón en un solo año.
Los árboles, como elementos fijos en la naturaleza, los encontramos en las fotografías desde época muy temprana. Algunas de las primeras imágenes se las debemos a Willian Talbot, como Roble en invierno y Olmo en los campos de Lacock Abbey, tomadas entre 1842 y 1843. Talbot fue un aplicado químico, botánico e inventor que encontró la solución definitiva al usar como soporte una hoja de papel impregnada con solución de nitrato de plata, que permitía el paso de negativo a positivo, y con ello obtener copias.
La pasión por la fotografía nos acerca al trabajo de la botánica Anna Atkins, “British Algae: Cyanotype Impressions”, – dedicado a las algas, y publicado en 1843-, considerada la primera persona que publicó un libro ilustrado exclusivamente con imágenes fotográficas. En su caso a través de un proceso denominado cianotipia – con el que se consigue una copia negativa del original mediante una bella gama de tonos de color azul de Prusia-, que vino a resolver la enorme dificultad de disponer de representaciones exactas y precisas. Algo de gran interés para la ciencia.


Por su parte, el investigador y fotógrafo francés Gustave Le Gray, hacia 1855, tomaría en el afamado Bosque de Fontainebleau varias imágenes del paisaje y de los grandes árboles que lo pueblan. Entre otras, una que lleva por título Roble, en la que aparece un viejo árbol con el inmenso tronco herido en lo más profundo. Un bosque que acabaría convirtiéndose en uno de los emblemas del país galo, y del que conviene recordar que fueron los pintores y artistas quienes elevaron la petición al presidente de la república francesa para su protección: “Que el bosque de Fontainebleau debe ser equiparado a los monumentos nacionales e históricos que es indispensable conservar para admiración de los artistas y los turistas”.
La escritora George Sand, la pluma más elocuente de Francia de la época, quien lo visitaría en diversas ocasiones, pide “a los expertos que demuestren que los bosques seculares constituyen un elemento esencial de nuestro equilibrio físico; que conservan en sus santuarios principios de vida a los que no se neutraliza sin consecuencias, y que todos los habitantes de Francia están directamente interesados en no permitir que se despoje a ésta de sus vastas frondosidades, reservas de humedad necesaria para el aire que respiran y para el suelo que explotan.”
La falta de conciencia social con algunos de los árboles y bosques más elevados y admirados del planeta la proporcionó, entre otros, el fotógrafo norteamericano Darius Kinsey, quien documentó con su cámara, entre 1890 y 1940, la tala, quema y destrucción de los bosques de secoyas gigantes, cedros y otros muchos corpulentos árboles en el estado de Washington. Las imágenes de filas interminables de leñadores apretadamente sentados en la cata de un árbol de proporciones desconcertantes a punto de ser abatido, a base de grandes hachas e interminables sierras dentadas, han quedado impregnadas para siempre en la retina de la humanidad.


Árboles y bosques de unas proporciones y extensión que en la actualidad nos resultan inimaginables. Resulta difícil no dejarse impresionar ante la contundencia de las imágenes, ante tal demostración de exuberancia y fortaleza de la naturaleza y la capacidad de destrucción humana. Lo que es menos comentado es que el 95 % de estos bosques míticos formados por auténticos gigantes fueron talados, y que en muchos casos la madera fue utilizada para fabricar las estacas con las que cerrar las propiedades agrícolas y ganaderas del país.
En nuestro país, hay que destacar la labor de Rafael Janini Janini, agrónomo e investigador en viticultura y enología – y uno de los máximos responsables de la reconstrucción del viñedo filoxerado-, quien aprovechó la fotografía como instrumento científico en sus investigaciones. En colaboración con Saturnino Muñoz Latorre, ayudante de laboratorio y perito químico, llevaron a cabo la obra Algunos árboles y arbustos viejos de la provincia de Valencia, en 1914. Uno de los primeros libros en ser publicados en el mundo destinado a dar a conocer y clamar por la protección de los árboles ancianos.
El cuerpo de la obra consiste en un trabajo fotográfico de 46 imágenes destinado al registro de árboles de singular valor botánico, con el objetivo de documentar su presencia y recoger datos científicos, históricos y culturales. El protagonismo absoluto es para la fotografía, como destaca el propio Janini en declaraciones a la prensa con motivo de la publicación de la obra “…puesto que la gente no lee… haremos que vean”.


Tras años de investigación, conseguimos recuperar veintitrés de las placas fotográficas de gelatina de plata sobre vidrio, que sirvieron para ilustrar la citada publicación. El material, de indudable valor histórico, cultural y natural, fue presentado al mundo de la fotografía en las primeras Jornadas sobre Investigación en Historia de la Fotografía: 1839 – 1939: un siglo de fotografía, organizadas por la Institución Fernando el Católico, en Zaragoza.
En la obra de Rafael y Saturnino, como personas ilustradas, no todos los ejemplares que aparecen son árboles de proporciones gigantescas o milenarios. Concierta olmos de 7,85 m de perímetro de tronco con otros de solo 2.75 m. Presenta encinas de 2,30 m de circunferencia de fuste con otras que alcanzan la nada despreciable medida de 8,48 m. Olivos que superan los 1.000 años de edad con esbeltas palmeras datileras de solo 90 años.
Como agrónomos, no se olvidan de los árboles agrícolas en producción, entre los que dan a conocer un naranjo que en el año 1912 dio 107 arrobas de naranja, o lo que es lo mismo más de 1.300 kilos; y un olivo del que se obtenía en los años de buena cosecha más de 70 litros de aceite. Datos que contradicen la infundada creencia de que los árboles maduros no son productivos.
Desde el punto de vista botánico, hay que anotar que los árboles fotografiados han desaparecido en su mayoría. Y ya sabemos que no por ser viejos, sino a causa de la ausencia de reconocimiento ético e intelectual de nuestra sociedad, y en consecuencia de una protección jurídica efectiva y de una gestión apropiada.
Janini encabezó su obra pionera con la oda del poeta mallorquín Miquel Costa i Llobera, El Pi de Fomentor, en la que alude al simbolismo del inmortal olivo, a la fortaleza del roble, a los sagrados cedros del Líbano, y al verdor paradisiaco del follaje del naranjo. Pero, entre todos ellos, el poeta elige a los humildes pinos carrascos que crecen arriscados en el cabo de Fomentor, en la isla de Mallorca. Un héroe humilde y batallador que lucha de forma incansable contra los males mundanos conservando su verdor de eterna primavera.
Para terminar, un consejo. Cuando lleven a cabo la toma de fotografías a estos monumentos vivos mantengan siempre la imprescindible distancia de seguridad. Ya que, aunque no nos lo parezca, no somos sus únicos visitantes. Mostrémosles el mismo respeto y consideración que al retrato de la Gioconda de Leonardo da Vinci.
