Sangre en la nieve - EL ÁGORA DIARIO

Sangre en la nieve

Por Antonio Sandoval Rey

En su nueva entrega para La Mirada del Agua, Antonio Sandoval escribe sobre la inspiradora obra del autor estadounidense John Haines. Acaba de publicarse en España la traducción de «Las estrellas, la nieve, el fuego», publicado originalmente en 1977, y que recoge los recuerdos de su vida como trampero en Alaska. La voz poética de Haines describe un mundo salvaje y gélido cargado de belleza y aborda sin reparo la descripción de la caza y la lucha con los elementos propias de la vida en la frontera

En el fondo, toda blancura inmaculada y extensa no es sino una promesa de huellas.

Las de garras, pezuñas, patas, pies. Las del viento, y cuanto con él lleva y trae. Las de combinaciones de códigos alfabéticos, numéricos, musicales. Las del paso del tiempo, desleyéndolas todas, amarilleando y desarticulando las sustancias efímeras que las sostienen y amparan, para luego crearlas de nuevo, una y otra vez.

En cuanto a las huellas de la mirada sobre lo blanco, son invisibles, salvo para quien mira. Se derraman como una sangre memoriosa, creadora, soñadora. Sus gotas empapan lo que observan igual que algunos textos a quien los lee: con ese rastro herido que traza la consciencia cuando se contempla. Reflejos infinitos en los juegos de espejos del alma, enuncian esos laberintos que pocos se atreven a hollar hasta donde brota la auténtica escritura, ese asalto a la “fortaleza de lo ilegible”, expresión que recojo con deslumbrada gratitud de John Berger.

Otro John, John Haines, abre su libro Las estrellas, la nieve, el fuego (Volcano, 2019; traducción de Clara Ministral) con una cita de James Agee acerca de la cronología y la memoria. A continuación, comienza así el primer capítulo de la narración de su vida como trampero en Alaska:

“Para quien vive en la nieve y la observa cada día, es un libro que leer. El viento pasa las hojas; los personajes varían y las imágenes que forman sus combinaciones cambian de significado, pero el lenguaje sigue siendo el mismo”

Hay muchas lecturas en esta obra de Haines. Historias de batallas de alces y lobos escritas entre la maleza invernal. Narraciones escuchadas de otros tramperos junto a la lumbre de una cabaña. Relatos de cómo se mata:

“Una vez, en un libro antiguo, encontré un capítulo titulado El arte de arrancar corazones. Explicaba cómo matar pequeños animales metiéndoles la mano bajo la caja torácica, donde late y palpita el corazón. Un tirón con mano firme hace que los nervios se partan”.

Portada del libro «Las estrellas, la nieve, el fuego», de John Haines.

Algunas noches, Haines se desvelaba pensando en su trabajo, y se imaginaba a sí mismo atrapado “en un cepo o en una trampa, sufriendo una muerte lenta por congelación”.

Las vidas y las muertes de aquellas criaturas le acompañaban “como una herida en mi propia carne”. Al amanecer, salía a recoger cadáveres de castores, zorros, martas, linces… Perseguía osos y lobos, quemaba cuerpos de puercoespines para retirarles las espinas y entregar porciones de su grasa a sus perros, preparaba y cebaba un cepo tras otro, sus mandíbulas de metal abiertas al extremo frío invernal.

“Era mucho trabajo y poco dinero”. Cobraba por cada piel. Con el tiempo, cuando “parte del componente de aventura se agotó” y obtuvo otros ingresos, lo dejó.

Corrían todavía los años 40 del siglo pasado cuando, con solo 23 años, decidió instalarse en Alaska. Al igual que muchos otros jóvenes norteamericanos de su generación, había madurado deprisa.

Tras su servicio en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, acudió a una escuela de arte. Pero escuchó la llamada del norte. Viviendo solo la mayor parte del tiempo, acompañado algunas temporadas por una u otra esposa (tuvo cinco), pasó 25 de los siguientes 42 años en el interior de Alaska, en una cabaña junto al río Tanana, afluente del Yukón, a unas 70millas al sureste de Fairbanks.

Una imagen actual del valle del río Tanana, en Alaska, cerca de su desembocadura en el Yukón. | Foto: Christopher Boswell/Shutterstock

Allí, su supervivencia en uno de los confines más exigentes de la tierra consistió no solo en aprender a cazar, desollar, construir refugios, tejer redes, talar árboles, hacer trineos y arneses o entrenar animales para el trabajo. También dedicó parte de ese tiempo a una tarea no menos primitiva: crear poemas. Los primeros de ellos los publicó con 42 años, en 1966.

En aquellas dos décadas el mundo había comenzado a cambiar por completo. Lo que él escribía, donde él escribía, era un momento cada vez más remoto, consecuencia de un proceso que la simple cronología no era capaz de explicar.

En algunas de sus jornadas de cazador de pieles, Haines llevaba consigo La Eneida. En Las estrellas, la nieve, el fuego nos cuenta cómo una noche lee los primeros versos del poema de Virgilio y casi de inmediato se queda dormido.

– Canto las hazañas y al héroe que, prófugo por imposición del destino, fue el primero en llegar desde las costas de Troya a Italia y a las riberas de Lavinio….

¿Huía Haines de algún destino, como Eneas? Se ha escrito que lo que buscaba en Alaska era el equivalente secular de lo que mantenía a los ermitaños en sus retiros: la oportunidad de construir una vida auténtica en sincronía con la naturaleza, el alejamiento de la Ciudad del Hombre, la contemplación diaria del trabajo solitario.

En una ocasión, se cobra de un bastonazo la vida de un lince atrapado en uno de sus cepos. Mientras se lo lleva luego al interior de su cabaña, deja tras de sí un reguero de sangre en la nieve. A continuación lo desuella, comenzando por los talones. Entonces de la piel, “de excelente calidad”, comienzan a salir multitud de pulgas rojas que se le echan encima.

Saca afuera el cuerpo, con la idea de que los parásitos se congelen en la noche ártica. Se detiene entonces a mirar las estrellas. “Qué hace una persona en un lugar como este, tan lejos y tan sola?”, se pregunta en el siguiente párrafo. “Para empezar, se fija en el estado del tiempo; en las estrellas, la nieve y el fuego. Esos son los libros que más lee”.

En su Poema de los olvidados, de su primer libro, Winter Poems, nos explica por qué:

Vine a este lugar,
un joven verde y solitario.
Bien apartado del mundo,
creé una casa de musgo y madera,

la llamé hogar
y me senté en las noches cálidas
cantando para mí como canta un hombre
cuando sabe que no hay quien le escuche.
Hice mi cama bajo la sombra
de las hojas, y desperté
con la primera nevada del otoño,
lleno de silencio

Cuando llega una primavera y descubre la primera mariposa, casi congelada, la recoge con delicadeza y la calienta con su aliento hasta que, desentumecida, echa a volar.

Haines falleció en Fairbanks en 2011. Para entonces, hacía ya casi cuatro décadas que había escrito que apenas quedaban linces donde antaño había tenido aquel hogar a orillas del Tanana. En 1969 había sido nombrado Poeta Laureado de Alaska, y desde poco después había trabajado como profesor de inglés en la universidad de ese estado.

El escritor John Haines

Leer hoy a Haines es penetrar en algunos de los laberintos de cuanto cada uno de nosotros es. O ha sido, si a pesar de todo se prefiere el tiempo cronológico. Una especie cazadora. Que aprendió a matar con creciente maña para sobrevivir. A desollar para abrigarse. A comerciar hasta la extenuación con las pieles, las vísceras, las poblaciones y los ecosistemas de las demás criaturas para… Los puntos suspensivos se suceden como un rastro que desandar.

Abres sus páginas, como si fueran la puerta de su cabaña, y te recibe un blanco inmaculado por el que se derrama tu mirada.


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