La Costa da Morte guarda un secreto que pocos conocen: un pequeño humedal de más de 5.000 años a pocos metros del mar y cuyas aguas siempre fueron dulces. El naturalista Antonio Sandoval nos transporta a este lugar mágico, testigo de la historia gallega
No lo parece, pero esta laguna se eleva varios metros por encima del océano. De un océano cuyo rumor el viento trae hasta aquí por encima de una playa de amplias dunas color piel, removiendo por el camino más y más matas de barrón. Hay en el compás de esa agitación vegetal como un rezo. Es como si se despidieran de cada instante que pasa. Más arriba, una nubosidad crasa, arrugada y densa como una barba patriarcal recrea todos los matices del gris según avanza a solemne paso de comitiva.
Vuelan rumbo al mar algunas gaviotas. Se cruzan con un par de negrísimas chovas piquirrojas, que descienden hacia las dunas en paralelo, como dos diéresis extraviadas de su texto. Abren sus alas de tinta. Se posan. Levanto los prismáticos, las observo: sus patas y sus picos rojo sangre fresca. Su busca de invertebrados por entre esa piel de arena. Aguardo. Hasta escuchar sus reclamos: “chiaaaa”. Siempre los he tenido por una de las voces más salvajes de esta Costa da Morte coruñesa. Las dejo. Me vuelvo de nuevo hacia a la laguna. La laguna de Traba. La elevada laguna junto al mar.
Tampoco mucho, eso es verdad: apenas un puñado de metros sobre la superficie de las olas. Pero suficiente, cuando se descubrió por parte de un grupo de investigadores de la Universidad de A Coruña, para determinar que su origen no es, como se suponía, el paulatino cierre de una antigua bahía debido al avance de esas dunas, sino otro. El estudio de sus sedimentos corroboró que sus aguas han sido siempre dulces. Y que su superficie viene reflejando los brillos del cielo desde hace más de 5.700 años.


También se remueven hoy en torno a ella los carrizos. La abrazan todo alrededor. Es como si, con su densidad, defendieran este pequeño humedal de 500 metros de largo y 70 de ancho. Como si este espejo de agua preservase un secreto que esta tropa apretada de flexibles tallos tuviese una orden muy antigua de guardar. Una garza real que descubro entre ellos parece leer en su fondo la crónica de esa orden. Lanza su pico y lo retira del chapoteo con un pez bien atrapado en él. Las escamas de su presa destellan igual que una copa de plata.
También yo brindo por este lugar. Por su edad y por su secreto. Levanto la vista más allá de las huestes de carrizos. Contemplo el valle, rodeado, entre otras, de cumbres de formas graníticas cuyas formas retan no solo a la imaginación, sino también al ánimo: según lo que recreas en ellas, así eres; según descubres lo que eres, así te sientes. Sé que cuando los geólogos denominan a esas formas naturales como antropomórficas se refieren a otra cosa. Pero es que el lenguaje es tan caprichoso como ellas. En 2008 fueron declaradas Paisaje Protegido. Una cantera amenazaba con convertirlas en fantasmas.
Sí lo son, sí son espectros que atraviesan este valle, los ecos de un pasado al que aquí es inevitable escuchar. Jamás olvides, repiten, que dicen que esta misma campiña fue hace diez centurias hogar del más eminente linaje gallego de entonces: la casa de Traba.


Mezclados con el viento oceánico, los reclamos de las chovas piquirrojas y la agitación de barrones y carrizos, refieren esos ecos la historia de Pedro Froilaz, conde de Traba, a quien en el S. XII se encargó la educación del infante Alfonso, hijo de la leonesa reina Doña Urraca. Y narran mil y una peripecias, que incluyen una guerra entre esta y su nuevo esposo aragonés, e incluso entre ella y las tropas de su niño, cuando este es coronado rey de Galicia por parte del obispo Gelmírez. Al final de muchas batallas, y de no menos aventuras cortesanas, Pedro Froilaz consigue que su pupilo sea coronado como Alfonso VII de León, “El Emperador”. Los de Traba son parte de la estirpe que tiempo después toma el nombre de Trastámara, y que llegará a reinar en el propio León, en Navarra, en Aragón y en Nápoles, y cuya última monarca habrá de ser Juana I de Castilla, hija de los reyes Católicos, esposa de Felipe el hermoso y madre de Carlos I, con quien después llegaría la casa de Austria, pero esa, terminan los ecos, es otra historia ya de lejos de aquí.
La garza está brindando de nuevo. La mañana se le está dando bien. ¿Y a mí? Miro hacia esas rocas antropomórficas. Ideomórficas. Quimeromórficas. ¿No lo es acaso todo este paisaje? Su historia geológica y humana, sus dunas, su vegetación, sus aves, toda su vida, incluida la de las gentes que lo siguen trabajando, son una parlanchina comitiva: apelan a la razón y la imaginación igual que las mejores conversaciones, lecturas o sinfonías.
Por eso vengo cada cierto tiempo a lugares como este. Vengo a reflejarme en ellos igual que las grises nubes sobre la superficie de esta laguna. En entornos así de fértiles en diálogos para las sensaciones y las incertidumbres, hay algo que me inspira. Que me eleva. Que me hace sentir por encima del tiempo. Pero tampoco mucho, es verdad. Apenas unos milímetros sobre la superficie del presente.
¡Está bien así!, trina sin avisar con un repentino vuelo un martín pescador. Apenas veo más que su rápida recta azul atravesando la superficie gris. Cuando levanto los prismáticos, ya se ha ido.