En esta quinta columna sobre los grandes creadores y su relación con la naturaleza y el agua, nuestro colaborador Julián H. Miranda nos acerca al inmortal pintor valenciano Joaquín Sorolla, que retrató como nadie los matices y la magia de la luz del mar Mediterráneo
La temática de escenas de playa y el mar han inspirado la obra de numerosos pintores a lo largo del tiempo, pero en la trayectoria de Joaquín Sorolla Bastida (Valencia, 1863- Cercedilla, 1923) fue una constante desde sus inicios con algunas marinas que pintó siendo todavía un adolescente y ese género lo cultivó con asiduidad a lo largo de su vida, junto a otros tres: el costumbrismo y la pintura de género; la pintura social; y el retrato y la pintura familiar, también de gran recurrencia, legándonos magníficos ejemplos de su mujer Clotilde o de sus hijos, sin olvidar a los retratos que hizo de los grandes personajes de finales del siglo XIX y principios del XX español: Ramón y Cajal, Galdós, Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala, Pío Baroja, Blasco Ibañez, de pintores como Aureliano Beruete, Federico Madrazo, Mariano Fortuny y Zuloaga o políticos como Emilio Castelar o el rey Alfonso XIII, entre otros prohombres de su época.


Se quedó huérfano cuando sólo tenía dos años y fue criado junto a su hermana Concha por sus tía Isabel y su marido. Éste intentó que aprendiera el oficio de cerrajero, pero desistió al ver la vocación temprana por la pintura del joven Sorolla, que comenzó a estudiar dibujo en la Escuela de Artesanos de Valencia. En 1882 estuvo en Madrid y comenzó su investigación por la obra de Velázquez en el Museo del Prado. Posteriormente viajaría a Roma, con una beca de la Diputación Provincial de Valencia, y más tarde hacia 1885 se desplazó a París, donde conoció de cerca el movimiento impresionista, antes del regreso a Roma. En ese período entró en contacto con otros artistas destacados como el norteamericano John Singer Sargent, el italiano Boldini y el sueco Anders Zorn, cuyo estilo le atrajo.


A los 25 años se casó con Clotilde García del Castillo en Valencia, pero todavía alargaría un año más su estancia en Italia, esta vez en Asís. En 1889 la familia Sorolla se instaló en Madrid y desde ese momento su carrera como pintor empezó a despegar y en poco más de un lustro tendría una gran consideración entre los amantes y coleccionistas de arte de la capital. Nuevamente viajó a París en 1894 y terminó de afinar un estilo muy personal, el luminismo, apostando por pintar al aire libre y estudiar las posibilidades que le confería la luz al representar escenas de la vida cotidiana, impregnadas casi siempre del paisaje mediterráneo.


En el prólogo de una monografía escrita por la historiadora del arte y la arquitectura Trinidad Simó, titulada J.Sorolla, el gran historiador Enrique Lafuente Ferrari decía que “A Sorolla le tocó ser contemporáneo, pero no coetáneo, de los grandes impresionistas franceses, mostrando, por un lado el desfase tardío en España a su pintura del sol y el aire libre; quizá ello fue un contratiempo, pero por otra parte venía a subrayar el hecho innegable de que Sorolla no es exactamente un ‘impresionista’, porque de esta corriente lo distinguen y separan caracteres propios, que le ligan, en un sentido amplio, a la tradición pictórica nacional”. Nuevamente Velázquez y los maestros de la escuela española.
Para Sorolla la visión del mar, el esplendor de una mañana de playa o las labores de los pescadores en sus barcos, los niños jugando en la arena o las mujeres paseando a la orilla del agua o caminando cerca de los acantilados en el norte de España, entre otras escenas captadas con una paleta vigorosa, de la que extrae numerosos matices del cambio de luminosidad en cromatismos azules, blancos y tierras.


Desde sus estancias y veraneos en el Cabañal de Valencia, que terminó siendo un espacio muy reconocible en su pintura de los barcos de pesca con las velas desplegadas, sus momentos junto al mar en Jávea, sin olvidar sus períodos veraniegos en Zarauz, San Sebastián y Biarritz, en los que supo captar la esencia del paisaje norteño con una luz más matizada y la elegancia de las personas que paseaban junto al mar. Pinturas como El baño (1899) e Idilio del mar (1900) son buenos ejemplos de sus años en parajes valencianos, en los que supo plasmar con maestría los atardeceres con esos reflejos dorados en el agua o en los cuerpos que caminan junto al mar, mientras Paseo a orillas del mar (1909) y Rompeolas, San Sebastián (1917) lo son de sus estancias junto al Cantábrico. El propio Monet llegó a afirmar sobre Sorolla: “No hay duda, estamos ante un gran maestro. Un enamorado de la luz, sobre todo”.


Sorolla, a pesar de haber vivido solo 60 años, fue un artista muy prolífico y nos legó para la posteridad alrededor de 3.000 pinturas y varios miles más de bocetos y dibujos. Con obra presente en numerosos museos españoles, europeos y americanos, sobre todo de Estados Unidos, la mayor parte de su obra se concentra en tres instituciones: el Museo del Prado; el Museo Sorolla de Madrid, ubicado en la casa que habitó el pintor junto a su familia en la madrileña calle de Martínez Campos desde 1911 hasta su muerte, que su viuda e hijos transformaron en museo en 1932; y la Hispanic Society of America, que no solo exhibe su serie Visión de España, que le encargó Archer M. Huntington, creador de esa institución hace más de un siglo en el corazón de Manhattan, sino muchas de sus obras maestras como Después del baño, una composición equilibrada que desprende elegancia de dos mujeres en armonía con la luz mediterránea y ese sol que cae a plomo sobre las dos figuras. El mecenas norteamericano estaba fascinado con el uso de la luz de Sorolla.


Precisamente de su relación amistosa con Huntington surgió el encargo de una obra titánica: Visión de España o Las Regiones de España, un trabajo personal de cómo Sorolla en los últimos años de su vida quiso reflejar de escenas características en diferentes provincias españolas. Comenzó a viajar por todo el país en 1912 para hacer bocetos y dibujos de las costumbres y paisajes que luego desarrollaría entre 1913 y 1919 en 14 obras monumentales de más de 3 metros de alto cada una, realizadas de un modo natural y espontáneo al representar en sus grandes telas la fiesta del pan de Castilla, la jota de Aragón, los nazarenos y el baile de Sevilla, la romería de Galicia, el palmeral de Elche, el pescado de Cataluña, los bolos de Guipúzcoa, las pescaderas valencianas y la pesca del atún en Ayamonte, por citar algunas de las secuencias de esa mirada libre por la geografía española en la segunda década del siglo XX. Debido a la enfermedad de los últimos años el pintor valenciano y su muerte temprana Sorolla no pudo ver instaladas sus telas en ese salón de la Hispanic Society.


En su Casa Museo se reúnen numerosas obras maestras del pintor valenciano, más de 1.200 pinturas y casi 5.000 dibujos, junto a una buena colección de escultura, cerámica, mobiliario, fotografía antigua y su archivo documental con su correspondencia, que convierte a este espacio en el núcleo central del universo de Sorolla. En el recorrido por sus instalaciones tanto las obras expuestas como los objetos que allí se exhiben nos hablan de una personalidad heterodoxa y espontánea que generalmente fijaba en sus cuadros y dibujos el instante de lo que sentía, muchas veces guiado por la intuición.


De las maravillas contenidas en el Museo Sorolla de Madrid cabría mencionar pinturas como Mar, 1905, en los que su pincelada suelta extrae sobre fondos verdes esos zigzag dorados del sol y dos tonalidades de azul; su Autorretrato con fondo de mar de 1909; Paseo a orillas del mar, de ese mismo año, con dos mujeres paseando, con ligero viento, que se van protegiendo del sol con sombrero y sombrilla; La Hora del baño, con esas dos niñas pisando la orilla del mar mientras una mujer sujeta a otro niño/a bajo la sombrilla; El balandrito, 1909, con ese niño desnudo jugando con un pequeño barco de vela y la proyección de su reflejo y del barco sobre la superficie de un mar calmo; y un autorretrato de ese mismo año dedicado a su mujer Clotilde.
Trinidad Simó en el libro J.Sorolla, bellamente editado por Vicent García Editores en 1980, sugirió una reflexión pertinente sobre el maestro valenciano: “En Sorolla (contradictorio y complejo una vez más, al fin) había varios Sorollas. Y uno de ellos, posiblemente el más desinhibido y espontáneo, el menos calculador y pragmático también, coincidió con lo que, en 1910, genéricamente se podía denominar la modernidad”.


