Esta semana el naturalista y experto en sonidos Carlos de Hita hace un homenaje al volcán Cumbre Vieja de La Palma que desola desde hace dos meses la isla canaria. Otra perspectiva que nos hace sentir y oír más allá de los estruendos y las explosiones
Un espeso bosque de pinos canarios crece en las laderas del volcán Cumbre Vieja, en La Palma, sus raíces hundidas en una antigua colada volcánica, similar a la que está creando ahora un nuevo trozo de isla. Alrededor del cono en erupción los pinos más cercanos se yerguen pelados, como estacas, devastados por el viento abrasador. Pero el resto del bosque se mantiene, mal que bien, en actividad.
Durante el día, los banditos de canarios silvestres deambulan bajo las copas, las chovas piquirrojas –“grajas”, como las llaman en La Palma- chascan en el aire. Todo el suelo del pinar está cubierto por un manto de cenizas, de piroclastos finos que le dan el aspecto de una nevada en negativo. Por todas partes las huellas de los cuervos cruzan los rastros de los rabos arrastrados de las lagartijas. Y sobre el estruendo continuo del volcán las voces de todos ellos, débiles por comparación, transmiten el mensaje de que la vida sigue.
Con la caída de la noche los colores se encienden. El estruendo sube y baja según el genio variable del volcán. Los dos surtidores de piroclastos abiertos en la cumbre del cono expulsan materiales ardientes a cientos de metros de altura, con una exhalación colosal, un suspiro que emerge de las entrañas de la tierra. Al rociar las laderas, la montaña parece de cristal.
Desde la grieta inferior, obstruida por una bola de magma que se deshace, el borboteo de la lava genera un sonido más potente, sordo, que crece sin límite al tiempo que la noche se ilumina cuando la roca líquida pasa del rojo vivo a un amarillo de miles de grados. Y todo entre explosiones, un rumor de derrumbe y los golpes sordos de las grandes rocas de acreción, que ruedan ladera abajo acumulando material, como bolas de nieve, pero ahora incandescentes.
Y en la noche roja y negra, otro sonido que desafía al estruendo: los grillos templan sus élitros y sus frecuencias dulces, agudas, destacan con nitidez sobre los retumbos graves, sordos, del nuevo mundo en construcción.