A partir de la reciente edición en español de «Una historia con aguijón. Mis aventuras con los abejorros», del entomólogo y escritor británico Dave Goulson, nuestro colaborador Antonio Sandoval comparte su personal relación con Pepito Grillo y con cierta escena de “Hasta que llegó su hora”, de Sergio Leone, además de narrar una esperanzadora historia de educación ambiental sucedida hace pocos años en Asturias
Durante un tiempo, muy de niño, odié a Pepito Grillo. Mis padres, como tantos otros de aquel momento, sacaban cada poco a colación al diminuto compañero de aventuras de Pinocho en la versión de Disney, y decían cosas como: “Tú sabrás lo que te dice tu conciencia”.
De modo que aquella conciencia infantil mía, aquel sentido de la ética entre intuitivo, primario y en constante construcción, aprendió a deliberar entre el bien y el mal con premisas, razonamientos, dudas y conclusiones que tenían forma de chistera, paraguas, botines y frac. Lo hacía, además, con una vocecita (“La voz de tu conciencia”) que chirriaba más que cualquier pariente de Pepito en una noche de primavera.
Adquirí una extraordinaria habilidad para hacer salir a esos animalitos de sus guaridas: localizaba con el oído su escondite entre el pasto, cortaba una larga brizna de hierba, la introducía en el agujerito y, casi enseguida, asomaba por él su propietario. Lo atrapaba entonces con mucho cuidado, y observaba con atención, en mi mano, la longitud de sus antenas, las nervaduras de sus élitros, sus grandes ojos… Tal y como lo recuerdo, era como hacer salir a un oráculo de su cueva, para exponerlo a la luz de la razón e intentar así comprender mejor los mecanismos de su oscura sagacidad. Después, lo devolvía a su hogar. A continuación me alejaba unos metros. Y aguardaba. Hasta que no se ponía a cantar de nuevo, no me quedaba yo tranquilo. Pero no del todo. Porque en aquellas nuevas estridulaciones, en lugar de matices de alegría, o de alivio, yo lo que sobre todo advertía era un machacón tono de reproche, como si en mi conciencia sonase al reiterativo silbato de un árbitro: “¡Falta! ¡Falta! ¡Falta!…”. Acto seguido, iba a capturar otro.


«Durante un tiempo, muy de niño, odié a Pepito Grillo; ahora, cada vez me resulta más simpático»
De aquellas aventuras entre la hierba recuerdo la abundancia, además, de muy malintencionados tábanos. Y de zumbidos. Pero a los zumbidos no les prestaba apenas atención, salvo que se acercasen demasiado. En su conjunto, eran un mero sonido de fondo. Estaban y a la vez no estaban. Por lo que fuera, los escarabajos, algunas chinches, las hormigas o los grillos, esa gente del suelo, me interesaba mucho más que los aéreos abejorros, abejas o avispas. Incluso que las mariposas, quienes para mi gusto eran unas ñoñas.
Crecí, y un día me senté a ver en la televisión Hasta que llegó su hora, el célebre spaghetti western de Sergio Leone. Tras el tiroteo inicial en la solitaria estación de tren, la escena se trasladaba a la puerta de un rancho. El propietario anda a sus cosas mientras de fondo resuena, sin que te des cuenta, un estridente bullicio de cigarras. De repente, los insectos callan. El silencio es tan inesperado, tan súbito, que pone en alerta todos los sentidos. Los del ranchero y los del espectador. Sobre todo, el sentido de la premonición. Un rato después, el ranchero y sus tres hijos han sido cosidos a balazos.


«Así fue cómo comprendí de repente la importancia de aquel zumbido de fondo al que hasta entonces no había prestado atención»
Así fue cómo en una tarde de sábado, recostado en el sofá de mi casa frente a una película del Oeste, comprendí de repente la importancia de aquel zumbido de fondo al que hasta entonces no había prestado atención. Más tarde, cuando crecí aún más, y poco a poco empecé a leer acerca de la crisis global que afecta a los polinizadores, caí en la cuenta de por qué aquella escena se había grabado de manera tan nítida en mi memoria. Comencé a escuchar los zumbidos de los insectos como quien descifra mensajes. A observar abejas, mariposas… Y ahí sigo. Sobre todo, se me van los ojos tras cada abejorro que pasa de flor en flor con esa actitud suya como de quisquilloso chef por entre los coloridos puestos de un mercado recién abierto. De esto último, de este nuevo interés mío por los abejorros, es responsable, desde que lo leí, un libro sensacional que acaba de ser traducido a castellano.
«El entomólogo británico Dave Goulson comienza hablando de sus propias andanzas naturalistas infantiles para contagiarnos después, poco a poco, su fascinación científica y personal por estos insectos»
En Una historia con aguijón. Mis aventuras con los abejorros, publicado hace unas semanas por la editorial Capitán Swing, el entomólogo británico Dave Goulson comienza hablando de sus propias andanzas naturalistas infantiles para contagiarnos después, poco a poco, su fascinación científica y personal por estos insectos. Es una obra repleta de hallazgos, de relatos, de reflexiones conservacionistas, viajes, anécdotas… Y de desenfado. A lo largo de sus capítulos, tan pronto conocemos la alucinante historia del abejorro británico de pelo corto, extinguido en el Reino Unido pero no así en Nueva Zelanda, como descendiente de unas pocas parejas enviadas allí en el siglo XIX, como visitamos los nidos de varias especies de estas criaturas, en los que suceden cosas no menos alucinantes, descubrimos cómo se orientan… O aprendemos acerca de los efectos de la agricultura intensiva en nuestras poblaciones de abejas, y sobre los peligros de continuar por este camino.


Desde que se publicó en inglés hace ya 10 años, Una historia con aguijón. Mis aventuras con los abejorros no ha dejado de funcionar como un magnífico best-seller sobre historia natural. Y en consecuencia, no ya como una muy eficaz llamada de atención, sino como el mejor de los resortes para impulsar el activismo ciudadano por la conservación de estos y otros polinizadores. Uno de los ejemplos más sobresalientes de esto último tiene como escenario no el Reino Unido, sino Asturias.
Igual que yo, Luis Frechilla descubrió su pasión por la naturaleza desde muy niño. En su caso, sus excursiones le llevaban por los alrededores de su aldea natal, La Piquera, en la cuenca minera del Nalón: “Mi abuelo trabajaba en la mina del Sotón. Mis padres se hicieron una casa en el puerto de Tarna justo el año que yo nací, en 1973, y desde entonces subíamos allí casi cada fin de semana y todo el verano. Y allí yo era libre, tenía todo el monte para mi, justo en la raya entre lo que hoy es el Parque Natural de Redes y el Parque Regional de la Montaña de Riaño y Mampodre”.
El resultado actual de aquellas caminatas por entre bosques y campiñas es su actual condición de biólogo, escritor y dibujante de naturaleza. Luis suma ya 20 años de experiencia al frente de DABOECIA Arte y Naturaleza, una consultora medioambiental especializada en uso público de espacios naturales, ecoturismo y desarrollo de contenidos para divulgación de la naturaleza y educación ambiental. Y no para de poner en marcha nuevas iniciativas. Una de ellas tuvo como origen su lectura del libro de Dave Goulson… Y como protagonistas, hace cinco años, a niñas y niños del 6º curso del Colegio Público Parque Infantil de Oviedo. Así lo explicaron ellos mismos:
“Todo comenzó en junio de 2017 cuando decidimos hacer una excursión por los alrededores de nuestro colegio en busca de abejorros. Entonces aprendimos que los abejorros eran insectos polinizadores muy importantes a los que apenas se prestaba atención y que estaban sufriendo serias amenazas, que son las que también ponen en peligro nuestra propia salud y el mundo en que vivimos. También comprendimos que para solucionar los problemas de los abejorros teníamos que saber más sobre ellos empezando por aprender a identificarlos”. Como resultado, en compañía de Luis Frechilla, aquellas niñas y niños se convirtieron nada menos que en autores de la primera guía ilustrada de los abejorros de Asturias, una publicación de 42 páginas repleta de ilustraciones.


«Todos podemos ser los polinizadores de un mundo que sepa aprender de sus errores»
Abres esa guía y es como si el mundo comenzara a zumbar de otra manera. De la manera que necesitas. De la manera que todos necesitamos. Lo que ese zumbido nos dice es que mientras haya ciudadanos así, de todas las edades, no tenemos tantos motivos para el desaliento medioambiental como a veces tendemos a creer. Nos dice, además, que todos podemos ser los polinizadores de un mundo que sepa aprender de sus errores. Y que la conciencia va también de eso. Que, de hecho, para muchas cosas, va cada vez más de eso. Porque la única alternativa es un súbito silencio.
Ahora, cada vez que escucho un grillo me llevo una pequeña alegría. También ellos han sufrido, y mucho, de tantas prácticas agrarias ignorantes de las consecuencias de olvidar la conservación de la biodiversidad. Hasta el punto de que en el mismo Reino Unido o Alemania se han tenido que poner en marcha proyectos de recuperación. Cada grillo, cuando suena por la noche, es un emblema de la capacidad de resiliencia de la naturaleza. De nosotros mismos.
En cuanto a Pepito Grillo, cada vez me resulta más simpático. Sobre todo, cuando me asomo a las inmortales ilustraciones que creó Enrico Mazzanti para la primera edición, en 1883, de La aventuras de Pinocho, mucho más parecido que el de Disney a los que yo sacaba de sus madrigueras. En el último capítulo del libro de Carlo Collodi, es el Grillo Parlante, instalado en la casa que le ha regalado El hada de cabellos azules, quien acoge a Pinocho y a Gepetto para que vivan con él. Poco después, Pinocho deja de ser un muñeco de madera para convertirse en un niño de verdad.


