Colaboración público privada, protegida por la Constitución y la democracia - EL ÁGORA DIARIO

Colaboración público privada, protegida por la Constitución y la democracia

El catedrático de Derecho Constitucional y ex ministro de Justicia Francisco Caamaño analiza para El Ágora la legitimación a través de la Carta Magna de la colaboración público-privada y el compromiso de ambos ámbitos en el desarrollo económico, a la vez que advierte del peligro y la ilegalidad que supondría una ley que prohibiese a una administración recurrir a la colaboración privada para la prestación de un servicio de titularidad pública


Francisco Caamaño Catedrático de Derecho Constitucional. Ex Ministro de Justicia


Nuestra Constitución reconoce la libertad de empresa y la economía de mercado (art. 38) y subordina toda la riqueza del país, “en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad”, al interés general (art. 128). Resulta, así, que nuestra constitución económica es el resultado de un compromiso entre lo público y lo privado cuyo horizonte vendría representado por la expresión “estado social” que utiliza el primero de sus artículos.

El hecho de que España se constituya en un estado social comporta en lo económico una doble renuncia: de una parte, a la implantación de un modelo de libre mercado carente de toda regulación o intervención pública; y, de otra, la imposibilidad de establecer un modelo de economía planificada en la que la iniciativa privada ocupe un espacio residual.

A partir de esta necesaria concurrencia entre lo público y lo privado, la Constitución española -como es habitual en las de nuestro entorno- deja un amplio margen de decisión al legislador, tanto al estatal como al autonómico. La economía española ha de ser el resultado combinado de ambas fuerzas: la iniciativa privada y la regulación e intervención pública.

Pues bien, a partir de tan elemental esquema, cabe preguntarse si sería contraria a la Constitución una ley que prohibiese o excluyese la iniciativa privada en la prestación de servicios públicos. Expresado de otro modo: se trata de saber si la iniciativa privada solo está constitucionalmente protegida en relación con su presencia en el mercado o si también lo está para poder prestar servicios o realizar obras de titularidad pública. Debemos averiguar, en consecuencia, si la apuntada concurrencia público-privada ha de producirse tanto en el plano del mercado como en el de la prestación de servicios públicos y, sobre todo, cuál de estas dos alternativas se ajusta mejor al concepto de estado social.

«Imponer la prohibición de que los poderes públicos puedan autorizar la gestión indirecta de los servicios públicos no sólo sería contrario al derecho de la UE, sino también a la Constitución de 1978»

En este contexto, no parece discutible afirmar que, en principio y como regla general, las administraciones públicas pueden libremente decidir cómo quieren prestar los servicios públicos de su titularidad. Sólo a ellas corresponde determinar si prefieren gestionarlos directamente o mediante alguna forma de gestión indirecta, como puede ser en régimen de concesión. Ahora bien, una cosa es el poder discrecional para disponer, en cada caso y según las circunstancias, de la modalidad más adecuada para la prestación de un servicio tras la debida ponderación de los intereses en juego, y otra, bien distinta, imponer mediante el mandato general de la ley la prohibición de que los poderes públicos puedan autorizar la gestión indirecta de los servicios públicos. A mi juicio, esta posibilidad resulta no sólo contraria al derecho de la UE, sino también a la Constitución de 1978.

Una ley que prohibiese a una administración pública recurrir a la colaboración privada para la prestación de un servicio de titularidad pública, aunque existiesen elementos que acreditasen suficientemente la conveniencia de esta última decisión y, por tanto, la mejor satisfacción del interés general, además de antieconómica sería anticonstitucional, pues no solo estaría condicionando sin justificación alguna la libertad de ponderación y la autonomía de decisión de cada concreta administración pública, sino que, además, estaría conculcando arbitrariamente el interés general.

Es cierto, que como consecuencia del pluralismo político que la Constitución defiende, ésta no se opone a la posible adopción de decisiones basadas en posicionamientos ideológicos por parte de los poderes públicos competentes, pues, además de social, España es un estado democrático. Pero, precisamente por ello, la ley no puede anular el reconocimiento de esa pluralidad imponiendo una única solución. En función de sus convicciones acerca del bien común, cada administración, sobre todo cuando ha sido directamente elegida por los ciudadanos, debe poder elegir el modo en que prefiere gestionar sus servicios públicos y, para ello, la ley debe contemplar diversas alternativas.

«No hay estado social sin una economía colaborativa entre actores públicos y privados»

Pero existe una segunda razón más poderosa que la anterior. Ordenar por ley que los servicios públicos solo puedan prestarse por sus titulares mediante servicios propios (gestión directa) supone predeterminar en abstracto y configurar obligatoriamente un “interés general de anticipación” que impide determinarlo para cada caso concreto, ponderando las circunstancias, las ventajas y los inconvenientes de cada alternativa y, lo que es más importante, cuál es, a partir de una evaluación razonada, la solución que ofrece a la ciudadanía un servicio público de mayor calidad y al menor coste posible.

No hay estado social sin una economía colaborativa entre actores públicos y privados. Allí donde sea posible alcanzar rentabilidades mutuas la colaboración público-privada también es una forma de procurar el “interés general”. Ahora bien, para que esta colaboración pueda legitimarse y funcionar de forma socialmente eficaz se requiere transparencia, una atención constante a las medidas anticorrupción, seguridad jurídica y la estabilidad necesaria para hacer viables proyectos a medio y largo plazo.

«Será mejor procurar formas más equitativas de colaboración público-privada, que gastar esfuerzos en imponer una fórmula excluyente, apriorística y dogmática»

Desde la década de los años ochenta del pasado siglo, la UE ha promovido cambios normativos en esa dirección, muchos de los cuales ya forman parte de nuestro ordenamiento jurídico (por ejemplo, la Ley de Contratos del Sector Público). Es tiempo de interiorizarlos y adaptarnos progresivamente a ellos hasta sentirlos como algo propio y enraizado en nuestra cultura jurídica.

Europa, y con ella España, tendrá que afrontar una difícil fase de reconstrucción post-covid. No dudo que será mejor profundizar en esos valores, procurando formas más equitativas de colaboración público-privada, que gastar esfuerzos en imponer una fórmula excluyente, apriorística y dogmática que mal se aviene a las demandas de proximidad, responsabilidad, innovación y adaptabilidad que pesan sobre la gestión pública de nuestros días.


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