El coronavirus y la civilización antipática - EL ÁGORA DIARIO

El coronavirus y la civilización antipática

Seguimos dándole largas a la urgente necesidad de un sistema de gobernanza mundial que sea capaz de hacer frente de verdad a los desafíos globales. Pero, ¿por qué tanta resistencia en abordar de forma seria y coherente esta necesidad? ¿Será el coronavirus la gota que colmará el vaso?


Farshad Arjomandi Consultor y coach de organizaciones. Director de Cuántica Consulting


El coronavirus nos está poniendo al desnudo frente al espejo. No hay tapujos que valgan. Se nos está viendo tal y como somos: una humanidad antipática. Y utilizo aquí la antipatía como antónimo de la empatía.

En 2010 Jeremy Rifkin publicó su libro La civilización empática, donde plantea que los descubrimientos más recientes de la neurociencia están poniendo en entredicho los presupuestos ideológicos, forjados durante el siglo XVIII, que postulan que los seres humanos somos utilitaristas y egoístas por naturaleza. En los dos siglos posteriores, estos supuestos dieron cobertura filosófica al desenvolvimiento de la economía de libre mercado y a la consolidación de los estados-nación como modelo único de organización política.

Rifkin plantea que los seres humanos —como está descubriendo la ciencia— somos fundamentalmente empáticos. En este sentido, explica que estos hallazgos y las profundas transformaciones que se están produciendo en todos los ámbitos de la vida, están confrontando la visión antigua del mundo y nos están conduciendo hacia una nueva geopolítica, que él denomina “la política de la biosfera”.

Hace unos días Cristina Manzano escribía una excelente columna en El País, bajo el título de La gran disrupción. “El coronavirus ha venido a recordar que el gran proceso de globalización no es solo el de la economía sino el de las personas”. Bajo el paraguas de esta perspicaz entradilla, nos da ejemplos de los desafíos globales que afectan directamente a todos y cada uno de los habitantes del planeta y que escapan al poder de los estados nacionales. La crisis mundial del coronavirus —nos explica— es una muestra incontestable de esto.

Seguimos dándole largas a la urgente necesidad de un sistema de gobernanza mundial que sea capaz de hacer frente de verdad a los desafíos globales. Pero, ¿por qué tanta resistencia en abordar de forma seria y coherente esta necesidad? ¿Será el coronavirus la gota que colmará el vaso? ¡Lo dudo!

No quisiera parecer un escéptico ni un cínico. Mi argumento surge de la convicción de que el pasado es el espejo del futuro; mirando en él podremos sacar grandes conclusiones.

Veamos un ejemplo. Durante la Gran Recesión, muchas voces autorizadas aclamaron la necesidad de establecer mecanismos de control efectivos a nivel internacional para evitar que volviera a ocurrir algo similar. Todo indicaba que íbamos a aprender las lecciones de aquel sufrimiento global. Sin embargo, tan pronto se disipó la niebla, volvimos a las andadas.

Desde luego un cataclismo sin precedentes como una pandemia mundial puede que nos conmueva más que una crisis económica. Al mirar al monumental catálogo de desafíos irresolutos de la agenda política mundial (y que siguen en suspenso a la espera de una suerte de milagro), creo que proseguiremos con la lógica autodestructiva en la que nos encontramos inmersos. Basta solo con mirar las alertas diarias que nos dan desde la comunidad científica sobre el cambio climático. Sin embargo, todo continua casi igual: unos parches y a seguir…

El coronavirus es la enésima alarma. Necesitamos un sistema de gobernanza internacional que pueda coger en sus manos las riendas de unos desafíos sin precedentes, que los líderes mundiales se muestran incapaces de resolver a nivel local (ni siquiera regional). Unos líderes que actúan tarde, van apagando fuegos y afrontan los retos actuales con recetas decimonónicas que nada tienen que ver con las necesidades y exigencias de una nueva era, en la que los problemas ya no entienden de fronteras, banderas, himnos ni trasnochados discursos nacionalistas (del orden, magnitud y signo que sean), anclados en la defensa a ultranza del sacrosanto principio de la soberanía nacional.

Claro está que no toda la responsabilidad es de los líderes políticos. Todos somos corresponsables. Sin el compromiso activo de la sociedad civil no habrá avances significativos.

Las cosas seguirán igual, a menos que incluyamos en la ecuación términos inéditos. ¿Cuáles son esos términos? Desde mi punto de vista, la empatía de la que nos habla Rifkin como ingrediente esencial de su política de la biosfera es uno de esos elementos.

Mucho me temo que sin la dimensión ética seguiremos a la espera de unos resultados que el entramado muy sofisticado pero inánime del sistema internacional no es capaz de lograr.

En este sentido, es muy necesario que haya una educación, a todos los niveles, en el principio de “ciudadanía mundial”. Como afirmara a mediados del siglo XIX Bahaullah: “que ningún hombre se gloríe de que ama a su patria; que más bien se gloríe de que ama a sus semejantes”.

Para que podamos salir de la lógica autodestructiva y antipática, no es suficiente conectar a los seres humanos y a las sociedades en el plano puramente material, es preciso además establecer una conexión superior, espiritual, esto es, empática en su sentido más amplio.


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