El huevo o la gallina - EL ÁGORA DIARIO

El huevo o la gallina

El consultor y coach de organizaciones Farshad Arjomandi reflexiona sobre la falacia que supone mantener la dicotomía entre planteamientos sociales individualistas y comunitaristas en un entorno globalizado como el que nos rodea


Farshad Arjomandi Consultor y coach de organizaciones. Director de Cuántica Consulting


Hace años asistí a una charla que me dejó una honda huella. El conferenciante, de cuyo nombre no quiero acordarme, hablaba de cómo producir cambios efectivos en el mundo. ¡Todo un reto!

Su argumento central era que para promover cambios duraderos hay que actuar de manera simultánea y coherente a dos niveles: individual y social. Y su planteamiento era el que sigue.

Desde hace décadas en occidente hay un vívido debate. Por un lado, están los que defienden que para cambiar el mundo primero tienen que cambiar las personas. Este discurso tiene su origen en el pensamiento cristiano. Si las personas son bienintencionadas y actúan según los principios correctos, la sociedad reflejará dichas bondades personales en su conjunto. En consecuencia, el mundo se convertirá en un lugar mejor.

En el polo opuesto se colocan los llamados comunitaristas, que sostienen que para tener una sociedad justa primero hay que transformar las estructuras que definen y dan sentido a esa colectividad. Por muy buenas que sean las personas —afirman—, si no existe una organización comunitaria adecuada las bondades personales no encontrarán un cauce efectivo. Por tanto, hay que poner el acento en la transformación social y no en los aspectos individuales del cambio (que por otro lado son privados y de cada cual). De este modo, el progreso social redundará en la mejora de las condiciones personales.

Ambas posiciones son legítimas y tienen sus puntos de verdad. El problema es que se oponen de forma excluyente y cada una, por sí misma, no está siendo capaz de dar respuesta a la creciente complejidad de los retos que enfrenta la humanidad.

Hasta aquí el argumentario del anónimo conferenciante.

Herbert Spencer, en su obra El hombre contra el Estado, planteó que “no hay alquimia política bastante poderosa para transformar instintos de plomo en conductas de oro”. Esta controvertida afirmación del filósofo inglés, cual órdago dirigido a los socialistas de su época, nos muestra claramente la dicotomía prevaleciente de finales del siglo XIX sobre nuestro tema: ¿para mejorar el mundo debemos primero cambiar a las personas, o, por el contrario, debemos primero acometer una transformación en la configuración social? A día de hoy, esta dualidad sigue dificultando el entendimiento entre individualistas y comunitaristas.

Desde mi punto de vista, se trata de una falsa dicotomía que, como muchas falacias, enfrenta dos enfoques complementarios de un modo excluyente. Podría llegar a entenderse que los debates filosóficos y políticos del siglo XIX (marcados por la lógica de la Revolución Industrial) se mantuvieran en el marco de este dilema, que recuerda a aquello de ¿qué fue primero el huevo o la gallina? La pregunta que planteo es: ¿en plena era digital, tiene algún sentido seguir atrapados en de este viejo círculo vicioso?

La inevitable globalización de todos los asuntos humanos (véase la actual crisis del COVID-19) está poniendo de manifiesto la necesidad de reconocer que la persona y la sociedad están orgánicamente interconectadas. En palabras de Shoghi Effendi, “el hombre es orgánico con el mundo. Su vida interior moldea el entorno y él mismo es profundamente afectado por este. El uno actúa sobre el otro y todo cambio permanente en la vida del hombre es el resultado de estas reacciones mutuas”.

Pudiera parecer que estoy hablado de obviedades: la interrelación entre la persona y la sociedad parece bastante evidente. ¡Quizás así sea!

Ahora bien, la aceptación de una idea a nivel intelectual no garantiza que se trasfiera al plano conductual. Si tuviéramos asimilado el principio de mutuas reacciones entre la persona y su entorno y lo avaláramos con nuestros comportamientos, ¿cómo, entonces, hemos llegado a deteriorar tanto la naturaleza? ¿Cómo hemos forjado con nuestras propias acciones tantos peligros medioambientales —cual espada de Damocles— contra nosotros mismos y las generaciones venideras?

Personalmente, creo que la mayoría de instituciones (políticas, económicas, sociales y culturales) se encuentran maniatadas por la falsa dicotomía que he explicado. Se resisten a aceptar que existe una inapelable interdependencia entre la persona y su entorno; entre la acción individual y la colectiva.

Pongamos, por ejemplo, el caso de la transformación digital en la que se encuentran inmersas muchas organizaciones (un tema sobre el que tengo cierto conocimiento y experiencia). Por cierto, que la crisis del COVID-19 hará que todavía un mayor número de empresas se sumen a este proceso, que ha venido para quedarse definitivamente.

En este sentido, los esfuerzos y recursos invertidos en los últimos años en todo el mundo han sido ingentes. No obstante, como muestran algunos estudios acreditados, los resultados obtenidos por las empresas que se han embarcado en la transformación digital son alarmantemente bajos. Los cambios cuestan. Lo sabemos. No obstante, parece que además de las dificultades propias de las innovaciones, algo no estamos haciendo del todo bien.

Para generar cambios profundos y duraderos es necesario transmutar la visión fragmentaria de la era industrial en una nueva visión glocal, que es mucho más inclusiva y abarcadora. Ya no nos sirven las proposiciones excluyentes de “esto o aquello”.

Se trata de aceptar que lo local tiene un impacto en lo global y recíprocamente. Conlleva aprender a actuar, en circularidad, desde la persona (la célula básica de cualquier colectividad) hasta la globalidad y viceversa.

En cada capa del colectivo en cuestión (sea una familia, un equipo, una organización, una ciudad, una región, un estado, o el mundo entero) se necesitarán acometer acciones concretas, y cada una de esas acciones tendrá efectos específicos en los diferentes estratos del conjunto. De este modo, aumentaremos la calidad de los resultados, así como su alcance y sostenibilidad.

Por consiguiente, conviene dejar atrás los argumentos disyuntivos para encontrar, en la inclusividad, la interrelación orgánica entre la transformación personal y la regeneración social. No se trata de cambiar primero a uno para que cambie el otro, sino de actuar de forma simbiótica, coherente, simultánea y sistémica. Así, será mucho más probable lograr resultados efectivos y duraderos que bajo los argumentos falaces del huevo o la gallina.


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