Apenas bastaron unos días de 2021 para que asistiésemos a una de las escenas más bochornosas e insólitas que se han producido en los últimos años. También una de las más peligrosas, por la repercusión que pudo -o puede- llegar a tener, y sobre todo, porque refleja el poso de una situación de lo más preocupante.
Alentados por el cuadragésimo quinto Presidente de los Estados Unidos, el pasado 6 de enero, centenares de norteamericanos no dudaron en cuestionar la democracia del “país más libre del mundo” y asaltar uno de sus mayores símbolos.
“Anarquía”, “Letal ataque al corazón de la democracia estadounidense”, “El país, en peligro”, son solo algunos de los titulares que coparon las portadas de todos los diarios del mundo el día después del asalto al Capitolio, un ataque que costó la vida a cinco personas, y que supuso el jaque a uno de los pilares de una democracia de alcance e influencia global.
El desafío alentado por Trump le costará su segundo impeachment, algo histórico en la historia de Estados Unidos, pues se convierte así en el único presidente en haber enfrentado dos juicios políticos en un único mandato. Pero más allá del resultado y consecuencias que éste acabe teniendo (de no salir adelante, no es descartable que Trump se atreviese a presentarse a unas nuevas elecciones), los acontecimientos invitan a reflexionar sobre las causas que llevaron a esta situación.
Visto lo visto, y no sin el estupor de la mayor parte de la población mundial, hoy lo imposible y lo impensable hace tan solo unos pocos años, tornan en posible y tangible, por irracional que parezca. Hoy la fragilidad de la(s) democracia(s) es un hecho. El hartazgo de un gran sector de la población hace posible que los populismos campen a sus anchas por todo el mundo, legitimados -en demasiados casos- por el poder de las urnas.
«Los populismos varios tienen un antídoto, que pasa por el desarrollo sostenible y la Agenda 2030»
En el siglo XXI, el auge de los populismos es un hecho. Y lo es ante la mirada atónita de la sociedad civil, y ante la fragilidad tácita de las instituciones y acuerdos supranacionales que impulsamos -y a menudo, menospreciamos- conforme a la voluntad y el (im)populismo de gobernantes que van y vienen marcando la impronta de su legado.
Hoy, con la instalación de los populismos y los extremismos en nuestras instituciones democráticas, sabemos algo más de su peligrosísimo modus operandi. Alienación. Exaltación. Desinformación y fake news que corren como la pólvora. Y una maquinaria de marketing de “mensajes inoculados” capaz de convencer a esa parte de la población hastiada y cansada que dice no sentirse representada por sus gobiernos, y cuanto menos, por sus políticos.
El populismo crece en este primer tercio del siglo XXI extendiéndose desde Budapest a Caracas, de Brasilia a Washington, pasando por Londres. También está creciendo en nuestro país, en nuestras comunidades autónomas, y en nuestros municipios, gobernando incluso ya algunos ayuntamientos. Cuando pensamos en populismo podríamos cambiar los apellidos Putin, Erdogan, Maduro, Orbán… por apellidos más cercanos sin temor a equivocarnos.
Más allá de las características específicas, que dependen del sistema representativo propio o de su perfil ideológico, los populismos tienen tendencias comunes: la exaltación del pueblo único y homogéneo, la subordinación de los parlamentos al ejecutivo, o el gusto por los ejercicios plebiscitarios -les apasionan las consultas populares y refrendos, casi siempre tramposos, que polarizan a la población y eliminan los diálogos y los consensos-.
Diálogos, consensos, y alianzas, es lo que hace avanzar a la humanidad. Es lo que le permite enfrentarse a los grandes retos.
Con la economía tambaleándose como consecuencia de la pandemia y de un profundo cambio de modelo, con el desgaste de los principales partidos y el malestar social, es fácil sucumbir al cortejo servil del populismo y entregar las llaves de la ciudad, de los gobiernos, a líderes dañinos que minan invisible e inexorablemente la democracia desde dentro.


Desde la autosuficiencia y la superioridad moral en la que con frecuencia nos acomodamos, despreciamos con demasiada facilidad un fenómeno creciente y peligroso.
El populismo de Trump ha tenido, ojalá, su última manifestación en esa pretendida toma del Capitolio, negando el resultado electoral y la voluntad general de millones de norteamericanos que acudieron a las urnas para pedir un cambio. Pero es una muestra más que se añade a la lista de acciones que el todavía presidente norteamericano ha tenido durante su mandato, como la (no) gestión de la pandemia, como uno de sus máximos exponentes; o como la negativa de otras grandes realidades, como el cambio climático y el calentamiento global, que Trump negó tras abandonar los Acuerdos de París.
Esta última puede convertirse, sin ir más lejos, en una de las prácticas más demagógicas y populistas que, de no ser remediada, supondrán un altísimo coste para la vida, en términos humanitarios, sociales, medioambientales y económicos. A día de hoy, y en espera de que Biden retome la senda del desarrollo sostenible, Estados Unidos es una de las grandes democracias del mundo que no está comprometida con el Acuerdo.
«El peligro del populismo no es solo negar, sino excluir a los demás. Los cimientos del futuro requieren de alianzas»
El peligro es evidente. Los populismos atentan contra la salud democrática, atentan contra la sostenibilidad del Planeta, atentan contra derechos humanos básicos y universales, que requieren de más firmeza, compromiso y diálogo para reconstruir un sistema más que debilitado tras los estragos que está provocando la pandemia de la Covid-19; y atentan contra otras grandes crisis que, aunque silenciadas, siguen muy presentes. La crisis del clima, la crisis del hambre, la pobreza… crisis que se traducen en fenómenos como la migración por factores económicos y demográficos, pero también por las consecuencias medioambientales que distintos fenómenos -inundaciones, escasez de agua, desertificación, subida del nivel del mar…- causan en las poblaciones. Crisis que en demasiadas ocasiones, los populismos se afanan en negar, o en las que se empeñan en excluir a aquellos que no piensan igual en la búsqueda de soluciones.
El peligro del populismo no es solo negar, sino excluir a los demás. Negar o rechazar el concurso de otros, las alianzas. Son dos caras de la misma moneda. Son dos caminos extremadamente peligrosos.
Cuando mañana, 20 de enero de 2021, Joe Biden tome posesión como presidente de los Estados Unidos, no pensemos que “muerto el perro, se acabó la rabia”. El populismo ha penetrado profundamente en la sociedad, con formas y caras distintas.
Pero en los albores de este nuevo 2021, El Ágora no quiere ser solo un vocero portador de malas noticias. Porque, como casi todo en la vida, los populismos varios tienen un antídoto, que pasa por el desarrollo sostenible y la Agenda 2030. Y es que, en 2015, los 193 países que integran la Organización de Naciones Unidas dotaron a la humanidad de una serie de objetivos instrumentales y estratégicos para que podamos seguir hablando el único idioma posible en el siglo XXI: la paz.
“Promover sociedades justas, pacíficas e inclusivas”, tal y como unánimemente convino la ONU, es el antídoto más eficaz para mitigar y evitar la amenaza que “los conflictos, la inseguridad, las instituciones débiles y el acceso limitado a la justicia continúan suponiendo para el desarrollo sostenible”.
“Revitalizar la alianza mundial para el desarrollo sostenible”, para impulsar la Agenda 2030 y que se cumplan satisfactoriamente los objetivos y metas fijados por la ONU, pasa por el ODS 17.
Los cimientos del futuro que, en 2015, asentaron 193 países, requieren menos extremismos, menos individualismos, menos populismos y más “asociaciones inclusivas (a nivel mundial, regional, nacional y local) sobre principios y valores, así como sobre una visión y unos objetivos compartidos que se centren en las personas y el planeta”. Los cimientos del futuro requieren de alianzas.
