Si la vida está escrita en el hielo, una parte del de la Antártida, aunque sea pequeña, lleva nombre de mujer. Más concretamente el de Josefina Castellví (1935), Pepita como la llaman quienes la conocen, oceanógrafa y bacterióloga nacida en Barcelona y la primera mujer en dirigir la base antártica española Juan Carlos I, la primera que tuvo España en el continente helado. Ella misma decía que para conocer lo que pasa en el planeta es necesario hacer investigación en la Antártida. Copiando sus palabras, para saber qué ha sucedido en la investigación y exploración polar en España es necesario conocer su historia.
Una placa sujeta en el hielo en la isla de Livingston recuerda a los cuatro científicos del CSIC que acamparon en el lugar de forma improvisada allá por 1986. Antoni Ballester, jefe de misión, Joan Rovira, Agustín Juliá y ella misma. Lo hacían para llamar la atención de los políticos sobre la necesidad de que España contara con base propia en el continente.


En ese lugar se construyó en solo tres meses la primera base científica un año más tarde y a toda prisa. Se trataba de tres módulos (habitabilidad, ciencia y servicios) comprados en Finlandia y que ocupaban una superficie de 250 m². Permitían vivir y trabajar a nueve personas. Contaban con corriente eléctrica, calefacción, agua corriente y una estación de radio. “Era muy cuca,”, recordaba en una entrevista años después Castellví. En este primer montaje también participó un grupo de investigadores chilenos. Toda una metáfora del ambiente científico que se vive en la Antártida, el único lugar de la Tierra libre de aspiraciones territoriales.
“Pioneros fueron Shackleton y toda esa gente que iba con botas y ropa de piel de foca, ¡nosotros vamos con goretex y plumón, hay mucha diferencia!», decía en una entrevista
La futura base se asentaba sobre una amplia terraza elevada sobre el nivel del mar, al abrigo de las mareas y de los vientos predominantes. El sitio había sido recomendado por un doctor de la Academia de Ciencias Polaca. Castellví estaba allí. Rodeada de sus compañeros. Mujer y joven. Sin embargo, y a pesar de ello y otras mil situaciones más en su vida profesional, nunca le ha gustado que le llamaran pionera. “Pioneros fueron Shackleton y toda esa gente que iba con botas y ropa de piel de foca, ¡nosotros vamos con goretex y plumón, hay mucha diferencia!, decía en una entrevista.


A la ciencia llegó por su padre, médico de profesión. Su máxima preocupación era que sus hijas estudiaran una carrera y que fueran económicamente independientes. Corrían los años 50. Así empezó Medicina y poco convencida cambió sus estudios por los de biología marina.
«Su labor como investigadora casi pasa a un segundo plano cuando asume la dirección de la base»
Finalizó la carrera en 1957 y, poco después, consiguió una beca en la Sorbona para especializarse en un ámbito que en España no estaba prácticamente desarrollado, el de la flora bacteriana marina. En esa época en ciencia prácticamente no había mujeres y las que había se dedicaban a lo que podían. Ella misma recordaba años después que las tareas de las mujeres en los laboratorios eran únicamente «limpiar tubos y hacer facturas, pero nunca ser científicas».


Ya en 2000, una vez se jubilada le llovieron los reconocimientos. Otras científicas más jóvenes la ven como un referente. Gracias a mujeres como ella, que desafiaron las normas establecidas, hoy otras pueden hacer ciencia en un contexto infinitamente más igualitario.
Y es que “Pepita” se abrió pasó en la ciencia antártica y en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC a fuerza de tozudez y hacerse un poquito la despistada. En diversas publicaciones ha recordado su aterrizaje en el Instituto de Ciencias del Mar, entonces Instituto de Investigaciones Pesqueras, en los años 60 cuando uno de los responsables la recibió con un “hijita, te has equivocado. Esto no es para mujeres”. Tranquilizó la conciencia establecida argumentando que solo quería hacer una tesis doctoral. “Así los entretuve un tiempo”, decía años después.
También recuerda su primera salida de campo, otra conquista en un momento en el que le prohibían participar en expediciones por ser mujer. “Un día le dije al director que necesitaba unas muestras, saber exactamente dónde se recogían…, “déjeme salir una vez, sólo una vez, no se lo volveré a pedir nunca más”, le rogué. “Bueno, vale salga”. Salí y no pasó nada, claro. A la siguiente, lo preparé todo y como le había dicho al director que no se lo volvería a pedir, no lo hice, me subí al barco sin más”, contaba en los diarios.
“Un día le dije al director que necesitaba unas muestras, saber exactamente dónde se recogían…, “déjeme salir una vez, sólo una vez, no se lo volveré a pedir nunca más”, le rogué. “Bueno, vale salga”. Salí y no pasó nada, claro. A la siguiente, lo preparé todo y como le había dicho al director que no se lo volvería a pedir, no lo hice, me subí al barco sin más”
Son su amigo Antoni Ballester y su primer viaje a la Antártida los que le cambian la vida. Para empezar Ballester confía en ella y, gracias a él, pisa por primera vez el continente helado en 1984 junto a otras dos mujeres: la científica Marta Estrada y la periodista Charo Nogueira. El viaje, en el que el grupo iba como invitado, lo monta un grupo de científicos argentinos que sí tenían base allá.
La Antártida era la obsesión de Ballester desde que en los años 60 tuvo la suerte de participar en una expedición allí. El investigador desde entonces se dedicó casi por entero y durante los siguientes 15 años a intentar convencer a las autoridades españolas de la necesidad de construir una base en el continente.
A mediados de los 80, al gobierno de turno le entraron las prisas. La base era necesaria para que España formara parte del Tratado Antártico como miembro de pleno derecho. En menos de tres meses la base debía estar instalada y funcionando. “La primera noche que pernoctamos en la base no era tal, pues a lo largo de las 24 horas teníamos luz. Tuvimos que abrigarnos, pues aun en el interior la temperatura estaba por debajo de los cero grados”, escribía Elías Meana, miembro del equipo técnico de entonces.
Un hogar en la Antártida
Poco después de la inauguración de esa primera base en la isla de Linvingston en 1988, Ballester tiene un infarto cerebral, que le inhabilita para seguir al frente de su propio sueño. A pesar de sus dudas, “Pepita” toma el relevo en ese sueño, que ya en ese punto se había transformado en propio. Continúa su labor como directora, cargo en el que estaría durante cuatro campañas entre 1989 y 1994.
Su labor como investigadora casi pasa a un segundo plano cuando asume la dirección de la base. “Ya no era sólo hacer bacteriología, sino ocuparte de todo, desde las comunicaciones hasta, no diré la cocina, pero lo que fuera necesario”, ha dicho en diversos medios.
«Recuerda su primera salida de campo, otra conquista en un momento en el que le prohibían participar en expediciones por ser mujer»
Aunque su vida profesional es más amplia, su experiencia en el continente, que ella misma relató en el libro Yo he vivido en la Antártida (Galaxia Gutenberg, 1996) van a definir el resto de su carrera.
Castellví ha hecho 36 campañas oceanográficas, ha publicado 74 trabajos científicos y recogido innumerables premios. Ya como profesora de Investigación del CSIC fue directora del Instituto de Ciencias del mar, el mismo en el que le costó tanto hacerse un hueco. También ha sido gestora del Programa Nacional de Investigación en la Antártida (CICYT) y ha ocupado diferentes cargos en el CSIC. Sólo en la Antártida se han descubierto más de 100 tipos de líquenes durante sus campañas.
Pisa por primera vez el continente helado en 1984 junto a otras dos mujeres: la científica Marta Estrada y la periodista Charo Nogueira
Se despidió del continente helado en el año 93 y en el 2000 de su labor como científica y divulgadora en activo. Desde entonces ha aparecido cada vez menos en público, aunque durante un tiempo las distinciones la llevaron de acto en acto recogiendo reconocimientos. Su vida privada la ha dedicado a cultivar otras pasiones como la jardinería o el encaje de bolillos, un arte que, ha dicho, le recuerda las formas caprichosas de los copos de nieve. Nunca se casó, porque no encontró quien la complaciera decía, y hasta el último momento permaneció unida a su gran amigo Ballester, que falleció en 2017.


Regreso a casa
En 2013 volvió a la Antártida. Tenía 77 años. Lo hacía para grabar el documental Los recuerdos del hielo, de Albert Solé. Su intención era ver cómo había cambiado la investigación, en qué empeñan ahora su tiempo los jóvenes científicos, pero cuando llega se da cuenta de que ha vuelto a casa. Admira de nuevo, y sabe que por última vez, la belleza del continente más salvaje que nos queda, los cambiantes tonos de azul de los iceberg y sus apreciadas colonias de pingüinos. Su casa de Barcelona, la de verdad o la inventada, está llena de ellos, de figuritas de estos animales, a los que admira fascinada y ha pasado horas observando.
Ahora que se ha retirado definitivamente de la vida pública, a uno le queda imaginársela así, mirando a sus diminutos compañeros de tantos viajes. Los pingüinos le llaman la atención, dice en el documental, por su capacidad para construir una sociedad igualitaria, en la que hombres y mujeres comparten por igual las tareas familiares y sociales y por el mucho tiempo que dedican a jugar y disfrutar en comunidad. Toda una lección de vida.
