Foto de portada: Funación Telefónica
Philip Ball, químico, doctor en Física y asiduo colaborador en importantes medios como Nature, es uno de los grandes escritores científicos de la actualidad. Y si algo le distingue es su mirada transversal sobre una amplísima variedad de temas, en los que la ciencia siempre aparece insertada en los problemas y las tensiones de las sociedades que la acogen.
Así, no es extraño que en el encuentro online que esta semana mantuvo en el Foro Telos de Fundación Telefónica con motivo de la aparición de su último libro, Cómo crear un ser humano (Turner), tuviera muy presente que no es casual que las reticencias actuales a la vacuna o las medidas científicas contra la pandemia beban de la misma fuente que los que rechazan el cambio climático.
«La pandemia ha puesto la lupa sobre una serie de tendencias que se estaban produciendo en la última década», afirma Ball, «sobre todo respecto al cambio climático», añade. «Muchas de las personas que desconfían de las vacunas, los confinamientos o las mascarillas son las mismas que no creen en las pruebas que demuestran la existencia del cambio climático inducido por el ser humano. No puede ser una coincidencia, pero a la vez tampoco guarda ninguna relación con la ciencia real», afirma.


Ball, que ha abordado muchas de las implicaciones ambientales de los problemas relacionados con el agua en su libro H2O (Turner y Fondo de Cultura Económica), tiene claro que esta situación se debe a una estrategia deliberada: «El debate sobre el cambio climático se polarizó por razones políticas que nada tienen que ver con la ciencia. Hay muchos otros factores, y uno de ellos es la creación de este ecosistema de desinformación en el que nos encontramos, un ecosistema que existe para divulgar todo tipo de teorías conspirativas sobre la política en particular, aunque también sobre otros temas».
Este ecosistema, según Ball, está formado por una amalgama que incluye a grupos extremistas que lo utilizan para legitimar sus posiciones racistas o antisemitas; al Kremlin, que cuenta con una estrategia bien definida para minar la confianza de la gente en la democracia, e incluso políticos que lo manejan para sus propios fines. «La desinformación no solo constituye una amenaza para la salud pública o el futuro climático del planeta, sino también para la estabilidad de las democracias».
Para Ball, lo verdaderamente curioso es que esta situación se produzca en un momento en el que la ciencia está obteniendo uno de sus mayores logros, con la fabricación en tiempo récord de vacunas para enfrentar la pandemia de COVID-19 que, aunque hayan sido obtenidas en un plazo nunca visto, sí que parece que van a funcionar sin que se haya sacrificado ni una sola exigencia en el protocolo que debe velar por su seguridad.
«La desinformación no solo constituye una amenaza para la salud pública o el futuro climático del planeta, sino también para la estabilidad de las democracias», afirma Philip Ball
A pesar de ello, persiste el dato preocupante de que cerca de la mitad de los ciudadanos norteamericanos haya expresado su reticencia a ponérsela, una cifra muy similar a la que arrojan en España los recientes datos conocidos por el CIS. Para Ball, esta aparente paradoja solo se puede explicar desde el hecho de que «durante esta pandemia, la política y la ciencia han interactuado y esta última se ha politizado y utilizado de diversas formas para fines políticos».


De todas formas, esta relación complicada entre lo que la ciencia hace y la percepción que la gente tiene de ella, magnificada por el hecho de que, por primera vez, el público ha tenido la oportunidad de presenciar en directo cómo trabajan los científicos, que obtienen resultados pero no pueden ofrecer certezas, tiene muchos precedentes, como ha ido abordando en gran parte de sus libros.
Un ejemplo serían las reticencias actuales ante los productos químicos: «Si extraes la vitamina C de una planta natural, o si eres químico y la produces sintética, exactamente la misma molécula, a menudo la gente no tendrá la misma percepción sobre ambas». Para él, el uso de expresiones como el decir que un tejido es «sintético», automáticamente recibirá la consideración de que es peor, por ejemplo, que otro hecho a partir de algodón «natural».
Según Ball, esta distinción proviene de la consideración de que todo lo creado por el ser humano, por fuerza, ha de ser inferior a la obra divina, por cuanto supone una mera imitación. Una idea que tomó forma a partir de la obra de Platón y Aristóteles y que fue asumida con entusiasmo por los pensadores cristianos, y que está en la base del rechazo que por sistema, con razón o sin ella, producen las tecnologías disruptivas.
«La clave para evitar la manipulación descansa en un sistema educativo que incentive el pensamiento crítico»
Uno de los campos en los que esta polémica alcanza mayor intensidad en nuestros días, y que centra en gran parte su último libro, es el de la edición génica, que tecnologías como la CRISPR, recientemente galardonada con el premio Nobel, han hecho por primera vez viables.
Para Ball, no es extraño que este campo despierte todo tipo de discusiones, porque «es imposible que cómo crear un ser humano sea una pregunta meramente científica. Eso es lo que la hace tan interesante».
Sobre todo, porque «al manipular los genomas de un embrión, no solo se modifican sus genes, sino también los de sus descendientes». Por ello, y debido a que las nuevas técnicas permiten el acceso a la edición génica a numerosos grupos mediante relativamente pequeñas inversiones de dinero, es por lo que se muestra partidario de la propuesta lanzada por la nobel Jennifer Doudna para que se establezca algún tipo de regulación internacional que marque de manera nítida las reglas del juego.
De todas formas, para Ball, debemos confiar más en la capacidad de los ciudadanos para comprender todas estas cuestiones: «Creo que mucha gente es más inteligente de lo que a menudo se reconoce. Puede que les falten datos concretos sobre cómo se contagia un virus, pero no deberíamos confundir esa falta de conocimientos científicos con estupidez o ignorancia, porque no es lo mismo». La clave, pues, para evitar la manipulación descansa en un sistema educativo que incentive el pensamiento crítico: «Es cuestión de aprender cómo aprender y cómo pensar, y no de aprender qué aprender y qué pensar».
